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Enciclopedias zombis

Estantería en la Biblioteca Nacional

Beatriz Valdeón

14 de febrero de 2025 21:52 h

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“Volverán como los vinilos”, dije levantando la mano derecha con el índice estirado como La Sibila cumana, la de Andrea del Castagno en Florencia. Convencida, aunque el vaticinio no fuera originalmente mío. Lo había leído en un comentario a una foto de la red social X, donde aparecían diez tomos impecables de la Enciclopedia Universal Larousse sobre un contenedor amarillo.

Intentaba convencer a unos amigos de que no destruyeran la herencia de veinticinco volúmenes de la Gran Enciclopedia Rialp (1971). Me miraron con cara de pena y uno de ellos voceó “Alexa, ¿dónde se tiran las enciclopedias?”. La pregunta resonó en la casa recién reformada, con su cocina incorporada al salón y su isla, y rebotó en los paneles de pladur que sustituyen a las paredes de ladrillo derribadas. Poco espacio y tecnofilia digital, un contexto hostil para ellas.

Aun así, introduje una duda en su decisión condenatoria, y el indulto llegó, redes sociales mediante, de las autoridades competentes en decoración. Un escroleo sin fin mostró pruebas fotográficas de la tendencia retro: cómo montar pies de lámparas, mesas, veladores, sillones, mesillas de noche, baldas, escabeles, incluso porta cuchillos de cocina con las viejas enciclopedias de papel. Si flaquean los ánimos para disponerse a encolar tomos, los deco-influencers proponen un sencillo tuneo, convertirlas en álbumes de fotos.

Mis amigos encontraron otra moda más. Consiste en colocar los volúmenes al revés para decorar una sala con la uniformidad cromática de sus hojas de papel (en lugar de los “colorinches” de los lomos). Quién sabe si a los creadores de #backwardsbooks les bajó la inspiración directamente de los frescos renacentistas del Salón Principal de la Real Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. O hallaron las musas contemplando los ejemplares vueltos que custodia la Laurentina. En este caso concreto parece ser que los autores de la tendencia fueron Felipe II y el padre Sigüenza. Al primero le preocupaba que los colores de los libros adquiridos compitieran con las pinturas que cubrían la cubierta de bóveda de cañón, “un devoto homenaje a la Capilla Sixtina”. Al segundo se le ocurrió la idea de dorar los cantos de los ejemplares y colocarlos hacia afuera. Una razón puramente estética, según divulga Patrimonio Nacional, que ayudó a su preservación.

Y qué nos impulsará a quienes conservamos, a punto de un Diógenes, lo que otros llaman “mamotretos desactualizados”. Cueste el espacio que cueste, incluso en algún módulo de estantería Billy acoplado al cuarto de baño, por los pasillos, detrás de la puerta, en el suelo o en el techo. Por qué no debajo de la cama. Y qué empoderamiento, superpoder o causa mística encamina a sus rescatadores, los que buscan alojamiento para estos huérfanos de tomo y lomo. Un amigo presenció recientemente el rechazo de una librería céntrica de Madrid a la donación de ¡un Corominas!

¿Nos domina más la curiosidad o la relación afectiva? Muchas generaciones poseemos un vínculo sentimental con esas páginas sobre las que apoyábamos, con cuidado, el cuaderno y el lápiz para hacer los deberes o documentar los trabajos. Ahí estaban, por orden alfabético y resumidos, todos los conocimientos del mundo. No solo en las bibliotecas sino en las casas de quienes invirtieron sus ahorros en comprar una enciclopedia, probablemente a plazos porque costaban un pastón. Fueron unos clientes persuadidos, en la mayoría de los casos, por la curiosidad y la ilusión de aprender; y también por el empeño de que sus hijos y sus nietos estudiaran.

He vuelto a abrir las enciclopedias de mi casa, todas heredadas. Todas preciosas, ¿qué puede decir una conservacionista? Por los saltos de motitas de polvo al sol, hacía mucho tiempo que no pasaba sus hojas. Un mundo quizá algo polvoriento, pero tranquilo, donde el azar sin batería de litio te lleva al descubrimiento de una palabra, una cromotipia, una técnica agrícola abandonada…

No me explico cómo, pero me parece que por la habitación vacía están cruzando mujeres que dejan un perfume elegante y suave. Una lectora del pasado detrás de otra. ¿A vainilla?, ¿flor del almendro? También deben de pasar hombres. ¿Huele a sándalo suave?

“Los libros viejos liberan partículas aromáticas”, confirma Deborah García Bello en su libro La química de lo bello (2023, Paidós). Una de las principales es la vainilla, “un producto secundario de la oxidación de la lignina” (polímero responsable de mantener unidas las fibras de la celulosa de la madera). Con el paso del tiempo también se produce benzaldehído (aroma a almendra), etilbenceno y tolueno (toque dulce) y 2-etilhexanol (floral). Y aún hay otro responsable, el furfural, una molécula cuya concentración aumenta de tal manera con los años que su medición sirve para datar la antigüedad de los libros. También tiene una nota de almendra. ¡Qué bien huelen las enciclopedias! Hagan una cata.

Desde su superficie, el tacto influye en la recepción de la información. Cómo destensa el gesto de mover la mano elegantemente hasta las esquinas de la encuadernación. Y, después, con la acción del pulgar, el índice y a veces el corazón, llega otra página y otra y otra. Ese movimiento delicado, que evita dañar la hoja, genera un sonido relajante. ¿Hemos olvidado cómo suenan las páginas? La ansiedad de la pantalla es una enfermedad desconocida aquí. Cuantos más estímulos, más concentración. Estímulos de los que hablaba Borges cuando le preguntaban por su enciclopediafilia: “No me importa que sean viejas. Yo no busco solo información. Busco también estímulos”. Su favorita era la edición de 1902 de la Britannica, heredada de su padre. También leía la italiana Treccani (1929-1937), la alemana Brockhaus (1796-1808) y la Cyclopaedia de Ephraim Chambers (1718, Londres), que inspiró L’Encyclopédie (1751-1772).

Con Hombres buenos, de Arturo Pérez-Reverte (2015, Alfaguara) como guía, imaginemos aquel heroico viaje a París de “dos señores académicos comisionados” para traer a España la primera edición de la Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné, a finales del siglo XVIII. Ocurrió durante el reinado de Carlos III, pero con el Tribunal del Santo Oficio en activo. Uno de sus autos inquisitoriales había implicado incluso al director de la Real Academia Española, Vega de Sella, marqués de Oxinaga, y a otros académicos por leer a filósofos extranjeros.

Por mayoría de doce votos a favor y seis en blanco, la Junta de la Academia, con sede en la calle del Tesoro de Madrid, encomendó la noble y arriesgada misión a don Hermógenes Molina (63 años), el bibliotecario, “latinista conspicuo y traductor notable de Virgilio y de Tácito”, junto al brigadier de Marina retirado don Pedro Zárate, conocido como el almirante. La Enciclopedia francesa estaba prohibida, pero partieron con un insólito permiso y la condición de que solo pudiera ser leída por los académicos.

Pérez-Reverte halló por casualidad los 28 volúmenes en la biblioteca de la sede actual de la RAE y siguió su rastro. El privilegio de tocar y oler la primera edición de la obra de Diderot y d’Alembert que iba a cambiar el mundo, ¿es comparable a leerla en formato digital? (una versión está disponible en Gallica, Biblioteca Nacional Francesa).

Pasó tiempo hasta que las enciclopedias españolas modernas aparecieran hacia la segunda mitad del siglo XIX. Qué título tan largo y bonito para una de las pioneras: Manual enciclopédico o repertorio universal de noticias interesantes, curiosas e instructivas sobre diferentes materias. Útil a toda clase de personas (Madrid, 1842). Casi un siglo después de la publicación de L’Encyclopédie, su encabezamiento resume con un lenguaje coloquial la voluntad de traer las luces de la razón y el progreso. El anhelo de la democratización del saber. Para todas las personas.

Según información proveniente de la Biblioteca Nacional, de mayor calidad fue el Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano de literatura, ciencias y arte (1887-1898, Montaner y Simón, Barcelona). El relevo lo tomó años después la Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana (1905, Barcelona), la Espasa, que llegó a tener 70 volúmenes. Y el Diccionario Universal con todas las voces y locuciones usadas en España y en la América Latina (1910, Seguí, Barcelona).Y llegaron muchas más: Rialp, Salvat, Everest, Sopena, Espasa Calpe, Labor, Bibliograf, Larousse, Planeta-Agostini…

Miro la más antigua de mi casa, una Enciclopedia Sopena de 1933 (Ramón Sopena, Barcelona), “con 206.000 artículos, 20.500 grabados, 94 mapas y 39 cromotipias de 'delicada factura'”.

No veo en el Diccionario Enciclopédico Quillet (1973, Buenos Aires), del que copiaba los mapas con papel cebolla, ningún rastro de lápiz de mis búsquedas. No se pintarrajeaban. En la Focus (1965, Argos, Barcelona), que dice estar al día de neologismos y posee unas ilustraciones encantadoras, me paro en un gráfico de la entrada Aceleración de partículas. Se nota por el desgaste de alguna tapa de papel que mi preferida es el Diccionario Literario de obras y personajes de todos los tiempos y todos los países (1965, Montaner y Simón, Barcelona).

Sigo saltando de estantería sin orden hasta la llamativa encuadernación en tela roja de Historia del cine (1948, Afrodisio Aguado, Madrid). En el tomo I, me encuentro con la sorpresa de un desplegable en el apartado Aleluyas y crónicas del crimen, que tuvieron su apogeo en España desde 1858 a 1897, según explica Carlos Fernández Cuenca (fundador y primer director de la Filmoteca Española). La aleluya en papel fino verde se titula Vida del enano don Crispín (Despacho Sucesores de Hernando, Arenal, 11, Madrid), una truculenta y fantástica historia en 48 viñetas.

Pesan mucho los tomos de Geografía Universal Larousse (1966, Planeta, Barcelona), tanto como los currículum de los 69 colaboradores y asesores de textos, mapas y fotografías. Entre las páginas dedicadas a Japón aparece una hoja de papel cuadriculado en azul. Es una carta infantil que escribí a una amiga llamada Marisol contándole que en ese momento estaba en el país nipón. Se ve que con tantos recorridos por columnas de texto y fotos no encontré tiempo para acabarla. Huele a flores de almendro.

Qué señales vería ahora la Sibila de Cumas, siempre con sus libros de predicciones bajo el brazo, en noticias sobre, por ejemplo, los tres meses que tardó la British Library en recuperar su servicio digital tras un ciberataque. Daños que aún sufre y sigue reparando. “Mientras que trabajamos para que nuestros servicios vuelvan a estar completamente en línea, publicamos algunos recursos que pueden ayudarle a encontrar lo que busca. Visite nuestro blog para encontrar formas alternativas de trabajar con nuestras colecciones de registros y documentos privados de India”, publicaron en X.

Qué anunciarán otros sucesos como el impacto en casi la mitad de la población mundial de las caídas de WhatsApp, Instagram, Facebook… O el crecimiento y la dependencia de la geopolítica de los cables submarinos que sostienen físicamente la nube junto a los centros de datos. ¿Quiénes son sus dueños? O la vuelta de los teléfonos “tontos”, que puede interpretarse como una moda retro más que cuajó entre la generación Z estadounidense, como una nostalgia muy Nokia o como el privilegio de algunos ciudadanos que no necesitan estar hiperconectados y buscan mayor privacidad, sin redes sociales, sin pantalla de luz azul. Minorías, pero…

Leo El año del desierto (Libros del Asteroide), la distopía sobre Argentina que Pablo Mairal escribió en 2012. Sigo la voz recuperada de María Neyla Valdén (“el desierto no me comió la lengua”) cuando trabajaba como secretaria enfrentándose a los primeros efectos de “la intemperie”. “Aunque ya no funcionara el sistema informático, había que aparentar que seguíamos usando la última tecnología”. Y salgo corriendo a seguir limpiando el polvo de mis joyas, la Historia del periodismo (1967, Editora Nacional, Madrid), Las bellas artes (1969, Grolier, Milán), El arte y el hombre (1965, Planeta, Barcelona), la Historia General del trabajo (1965, Grijalbo)… Siempre encuentro disculpas.

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