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Organizar la esperanza

El presidente de Vox, Santiago Abascal Vox, junto a la líder de Agrupación Nacional, Marine Le Pen.
15 de febrero de 2025 06:00 h

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La distopía ya está aquí. Hemos visto cómo iba reptando más allá de los márgenes de la ficción, colonizando progresivamente los libros de ensayo, los programas informativos y las conversaciones cotidianas. Las novelas, series o películas del género iban requiriendo menos metáforas y cada vez nos provocaban un mayor desasosiego, porque han ido tornándose más y más plausibles. La realidad va alcanzando a Black Mirror, The Handmaid’s Tale y también a Years & Years.

Mucha de la ficción de anticipación, incluyéndose aquí la distópica, contiene un análisis crítico de la sociedad que le es contemporánea y quiere, en cierta manera, ser una admonición. No obstante, por efecto de la acumulación y de la reiteración, se puede producir -como ocurre con las malas noticias y las terribles- un efecto por el cual transitamos del estupor o el escándalo a la insensibilización o el desánimo, lo que conduce, a su vez, a la parálisis y a la desmovilización.

La ola reaccionaria que en todo el mundo se alza ya no es una amenaza en la lejanía. La cumbre ultraderechista celebrada recientemente en Madrid, en un clima de euforia, ilustra sobre su evolución y cambio de escala.

A la revolución conservadora iniciada a mediados de los años setenta del siglo pasado y a sus epígonos neoliberales les han ido sucediendo versiones cada vez más desvergonzadas y sin complejos, que han hecho bandera del menosprecio.

Han emergido todo tipo de pulsiones políticamente canalizadas en favor de los poderes realmente existentes, aunque para ser plenamente funcionales a este objetivo, les guste representarse a sí mismas de otra forma: repliegues identitarios, movimientos nacional-populistas o nativistas, nuevas extremas derechas en todas sus gradaciones y variedades o bien una nueva plutocracia que ha decidido prescindir de sus intermediarios tradicionales y busca el ejercicio directo de todo el poder, en todas partes y en todo momento. Del algoritmo de las redes y el control de nuestros datos al control de las materias primas, pasando por la OPA hostil a toda formalidad democrática.

Todo ello, alimentando los miedos para generar tal caudal que les permita sentar las bases de un poder omnímodo. Convirtiendo la falta de empatía o la crueldad en una forma de ofrecer a los temerosos el confort de ser dirigidos por el mítico hombre fuerte, alguien a quien emular en su arrogancia e inclemencia, y también con la intención de disciplinar cualquier discrepancia mediante una violencia retórica amplificada por las redes, que poco a poco se va filtrando al mundo físico con la creciente agresividad de la nueva y vieja derecha.

Ante esta realidad, resulta humanamente comprensible que asistamos con cierta incredulidad al éxito de tales discursos y políticas, que nos lamentemos, que nos escandalicemos o que nos indignemos después de conocer cada nuevo atrevimiento de los milhombres de turno que el capital pone al frente de estos proyectos en los que tanto ha invertido. Pero no nos bastará con esto.

Ni siquiera nos bastará analizando —por enésima ocasión— los errores y divisiones de las izquierdas, en su conjunto o individualmente consideradas, por muy necesario que sea. Tampoco estudiando otra vez cómo mueren las democracias, aunque ello sea también imprescindible. Dilucidar bien todo esto, o como mínimo establecer un análisis de la situación básicamente compartido, es fundamental, pero no nos podemos permitir el lujo de esperar a tenerlo completado.

Ya es hora de que las izquierdas, que pasamos mucho tiempo desconfiando unas de otras y que, muy a menudo, nos hemos enfrentado duramente, establezcamos las bases de una cierta unidad de acción, por lo menos para hacer frente al movimiento que empieza a devorar todo aquello que, hasta si se juzga insuficiente, tanto esfuerzo ha costado construir.

Asumiendo que la correlación de fuerzas no nos es favorable y que hay una enorme desproporción en los recursos que unos y otros podemos movilizar para la pugna constante en la que nos hallamos inmersos, es necesario reagruparse y ofrecer resistencia al empuje formidable con que el adversario común está presionando en todos los frentes.

Lo dicho no constituye, sin embargo, un llamamiento a actuar bajo la épica de la resistencia, sino a frenar el golpe en un momento de máxima debilidad de nuestras filas, para pasar inmediatamente a la ofensiva. Hay que poner inmediatamente los esfuerzos también en reforzarlos. Participar de manera más desinhibida, intensa y coordinada en la disputa por el establecimiento del sentido común del aquí y del ahora, por encima y más allá de las lícitas desavenencias entre cada una de las tradiciones o puntos de vista de las izquierdas.

Hay que organizarse barrio a barrio y sector a sector, pero también es necesaria coordinación, método y organización a escala europea e internacional. Militar codo a codo en determinados ámbitos, pese a que en otros discrepemos. Que el acierto y las fórmulas exitosas nos encontraran en plena tarea militante, o no nos encontraran.

Sólo puedo ofrecer algunas intuiciones sobre lo que creo que podría constituir la base de cierta unidad de acción, aunque sin duda se trata de una aproximación parcial y de trazo grueso. En primer lugar, que es necesario restablecer el futuro como algo deseable, o bien las utopías progresistas de cualquier signo, que se basan en la confianza en nuestra capacidad colectiva de construir una sociedad más justa y mejor, no pueden sino ceder terreno frente a las utopías regresivas.

Que una sociedad abierta, compleja, inclusiva, diversa y plural no sólo no es un problema o una amenaza, sino que es tan inexorable como conveniente, y es la manera de mantener vivo y proyectado hacia el futuro el nosotros que forma la base de toda comunidad política. Que hay que combatir el cambio climático y sus efectos con total determinación y con criterios de justicia social. Que si el feminismo está en el punto de mira del discurso del odio y le quieren romper el espinazo, es por su enorme potencial transformador y emancipador. Que la mejor garantía del carácter democrático de nuestras sociedades se obtendrá ahondando en el carácter social de los Estados en los que vivimos. En definitiva, hay que organizar la esperanza y dotarla de un horizonte político.

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