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Objetivo: Universidades

Fachada de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad de Granada.

Antonio J. Sánchez

Asociación Nuevo Diagnóstico de Andalucía —
17 de marzo de 2025 20:20 h

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Por “guerras cognitivas” denomino aquí a todas aquellas operaciones promovidas de forma directa o indirecta por Estados o por poderosos grupos de interés, con el objetivo de modificar la percepción y el comportamiento de las personas sobre cuyas decisiones desean influir, bien por tratarse de adversarios, bien por requerir de su apoyo para sacar adelante sus intereses. Tomo prestada esta aproximación analítica del sugestivo libro de Asma Mhalla, Technopolitique.

Las “guerras cognitivas” vienen de muy antiguo. Hoy, con la expansión de la psicología cognitiva, la difusión de redes y plataformas digitales y los múltiples sistemas de inteligencia artificial, las “guerras cognitivas” conocen una amplificación y una capacidad de incidencia y de eficacia inédita, extendiendo sus objetivos y campos de actuación a los aspectos más recónditos de los pilares de la sociedad. Entre ellos se hallan las instituciones universitarias, particularmente las públicas.

Desde su origen, las instituciones universitarias han sido objeto de todo tipo de acusaciones procedentes de quienes se sentían temerosos de lo que en ellas se decía, para domesticarlas, y para neutralizar las ideas que iban brotando, buscando el asentimiento de estudiantes, el profesorado y las instituciones civiles que las apoyaban. La historia está llena de esas pugnas y conflictos, buena parte de ellos derivados de la misma naturaleza que las universidades que, por definición, deben auspiciar el contraste y el acercamiento crítico a los fundamentos de las áreas de conocimiento y que, en tanto que tales, parece aconsejable calificarlos de legítimos. Estas estrategias tienen referentes muy próximos en los movimientos protagonizados por grandes grupos empresariales norteamericanos para fortalecer en las universidades escuelas de pensamiento conservador en materias de derecho, filosofía, psicología o economía, o en las intervenciones de instituciones religiosas españolas por asentar sus posiciones en las cátedras y entidades de investigación.

Esos mensajes, nacidos por lo general en el entorno ultraconservador norteamericano, están ya aquí en España, recogidos y amplificados por personas que en algunos casos actúan por convicción, más o menos reflexiva, y en otros provienen de empleados –y boots- de instituciones que viven de construir discursos “ultras”

Pero hoy las acciones de “guerra cognitiva” en el campo universitario comienzan a adoptar otro carácter, más radical: su objetivo es “volar” la propia institución universitaria. Para ello repiten machaconamente –como cualquier manual de marketing aconseja- mensajes inequívocos en torno a dos grandes argumentos: las universidades no sirven para enseñar lo que la sociedad requiere y las universidades son tóxicas para la libertad. Esos mensajes, nacidos por lo general en el entorno ultraconservador norteamericano, están ya aquí en España, recogidos y amplificados por personas que en algunos casos actúan por convicción, más o menos reflexiva, y en otros provienen de  empleados –y boots- de instituciones que viven de construir discursos “ultras”; mensajes que son ampliamente replicados después en las redes.

Las Universidades: “sectas ideológicas”

Estos días circula en una de las plataformas de publicación que suele acoger ese tipo de mensajes, a modo de artículos, uno, muy ilustrativo de lo que se aproxima, y que a título de “caso” voy a comentar a continuación. Dado que tiene una estructura narrativa similar a la de los tradicionales romances de ciego y a tantos otros textos, morbosos y destinados a entretener, aparecidos a lo largo de la historia, voy a exponer su alcance siguiendo el guión de ese tipo de relatos.

Comienza, como suele ser habitual, con un reclamo, en este caso una sentencia rotunda: “la universidad se ha convertido en una secta ideológica”. No dice cuál de las 25.000 universidades que hay en el mundo ha sufrido esa conversión, ni cuales de sus departamentos destacan en esa transformación, ni a qué familia ideológica dan servicio. Una clásica acusación general, descalificadora de un tipo de institución o de unas personas.

Con estas pruebas, “obviamente concluyentes”, y siguiendo el criterio propio del marketing (y de instituciones como en el pasado la KGB) de que en este tipo de mensajes las pruebas son una mera formalidad, se cierra el acto y se pasa a sentencia

En una segunda escena, la puesta en contexto, el relato pasa a invocar de manera engolada un conjunto de principios generales que deberían darse en las universidades. Para ello recurre a un popurrí de citas al aire, más o menos a cuento para documentar la función crítica de las Universidades y su deriva, aunando a Popper, Aristóteles, al ya fallecido psicólogo Scott Lilienfield, o a Michael Huemer, un profesor de filosofía en una prestigiosa universidad pública norteamericana que se da a si mismo el calificativo de anarcocapitalista. Un discurso, que por su confusión y desorden, tiene el aire de los textos elaborados por una IA a la que se la hubiera preguntado perezosamente.

En una tercera escena, la de prueba, el reo –las Universidades- es mostrado y acusado en sus supuestas vergüenzas: las universidades se centran en la defensa a ultranza de una serie de principios y conceptos difusos, ajenos por entero a los temas propios del ámbito universitario, en pro de afirmar la identidad de sus alumnos e impedir cualquier acercamiento crítico a ella y sustentan “sus políticas en términos como microagresión, discurso de odio, cultura de la violación, justicia social o privilegio blanco”, a las que se acusa de carecer del mínimo respaldo científico. [Aquí conviene hacer un pequeño alto para presenciar cómo, ante semejantes afirmaciones, referidas concretamente a “la justicia social”, el venerable papa León XIII, autor, ya en 1891, de la encíclica Rerum Novarum, se remueve en su tumba, y los autores de las más de tres millones de publicaciones sobre este tema arden de indignación]. Esta escena concluye señalando, con el punto de ambigüedad perversa de este tipo de textos, que “si la política de identidades se convierte en el eje de la enseñanza, entonces la universidad no está formando mentes críticas”. De ello infiere que las Universidades no se dedican a otra cosa que al campo de las identidades, una prueba inequívoca del delito del reo.

Toma como prueba de estas acusaciones diversas afirmaciones de otro popurrí de datos: el comportamiento de la empresa Disney (que se sepa no es una Universidad); un hecho que sucedió en Google en 2017 (que tampoco es otra Universidad); otro hecho que dice que sucedió en una escuela (no universitaria) de Canadá; una confusa alusión a una supuesta iniciativa de algunos profesores de una universidad inglesa; los resultados de un estudio sobre las universidades de Estados Unidos realizado por la Fundación para los Derechos Individuales y la Expresión (FIRE), una conocida asociación ultraconservadora (¿o anarcocapitalista?, ¿o serán acaso lo mismo?), que califica a la universidad de Harvard como la peor universidad de ese país. Con estas pruebas, “obviamente concluyentes”, y siguiendo el criterio propio del marketing (y de instituciones como en el pasado la KGB) de que en este tipo de mensajes las pruebas son una mera formalidad, se cierra el acto y se pasa a sentencia.

La batalla de acoso y derribo a las universidades, esos “bienes públicos” como recientemente las calificaba la catedrática Pilar Aranda, exRectora de la Universidad de Granada, se halla en plena virulencia haciéndonos creer que son inútiles y que son tóxicas

En la cuarta escena se llega a la conclusión, la sentencia: “las universidades son una secta ideológica”. ... “y por tanto  no resulta sorprendente que el público sea cada vez más escéptico ante la validez de la investigación académica sobre cuestiones urgentes”.

Conviene detenerse un segundo sobre la última afirmación: cómo “cuestiones urgentes” deben entenderse asuntos relativos a la salud, el clima, el medioambiente, los conflictos sociales, el derecho internacional, la energía, la concentración empresarial y de la riqueza…, minucias. Así que todo lo que salga de la Universidad sobre esas y tantas otras cuestiones sólo merecen escepticismo. Una conclusión nada ligera.

La coerción a las Universidades

La pena al reo queda al arbitrio de los lectores -otro rasgo más de la ambigüedad propia de este tipo de mensajes de guerra cognitiva-, pero si la percepción del lector es coherente con las conclusiones, sin duda debería ser una pena elevada. De hecho las reacciones a este tipo de mensajes están ya ahí, a medida que los planteamientos anarcocapitalistas van abriéndose paso en los gobiernos: en las recientes políticas estadounidenses o argentinas de recorte de drásticos recursos para las universidades y los centros de investigación; en el tratamiento presupuestario que reciben algunas universidades españolas por algunas CCAA; en el cariño que se da en España a las Universidades privadas que, con honrosas excepciones, apenas son academias productoras de capacitaciones formales para ocupaciones de moda, cuando no proyecciones ideológicas explícitas en torno a bases religiosas conservadoras…

La batalla de acoso y derribo a las universidades, esos “bienes públicos” como recientemente las calificaba la catedrática Pilar Aranda, exRectora de la Universidad de Granada, se halla en plena virulencia haciéndonos creer que son inútiles y que son tóxicas. Las universidades harán mal ignorando esos ataques. Estas “agresiones” a las universidades no son banales y van preparando las percepciones de los ciudadanos para medidas más atrevidas.

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