Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
Sobre este blog

El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Cuando el antifeminismo vale más que el pan

1

Que Donald Trump es un peligro real para la economía global, para los derechos humanos y para el orden internacional parece fuera de discusión en cualquier análisis mínimamente informado. Y, sin embargo, crece. Su figura no sólo sobrevive: se expande como icono pop de la reacción, se exporta como modelo de “liderazgo fuerte” y es vitoreado por sectores que serán —y ya están siendo— severamente castigados por sus decisiones.

¿Cómo explicar que miles de hombres, trabajadores industriales, agricultores, transportistas, obreros del carbón o de la construcción —los grandes olvidados de la globalización, sí, pero también los grandes perjudicados de su populismo económico— lo voten o lo defiendan a capa y espada, incluso desde Europa? ¿Qué fuerza irracional puede más que el pan? La respuesta, incómoda, pero urgente, está, en una palabra: antifeminismo.

Trump ha sabido construir un relato que sitúa al feminismo no como un movimiento social, sino como el enemigo por excelencia: el símbolo de la corrección política, del desorden moral y de la pérdida de poder de “los de siempre”. En ese relato, cada avance de las mujeres (o de cualquier colectivo tradicionalmente discriminado) es una amenaza directa a la virilidad, al orden y a la identidad masculina (tal y como la comprende el patriarcado).

Ese relato —que no ha inventado, pero sí ha amplificado— tiene un público. Y no es marginal. El votante trumpista típico no es tanto un multimillonario en Texas, sino un hombre blanco (y también latino) de clase trabajadora que ha visto cómo su salario se estanca, cómo su comunidad se empobrece y cómo su lugar simbólico en la sociedad se tambalea. Frente a esa sensación de pérdida, Trump no ofrece soluciones económicas reales (al contrario: su política arancelaria, su desregulación extrema y su proteccionismo selectivo agravan el problema), pero sí ofrece algo más poderoso: un culpable.

Ese culpable no es sólo China, ni los migrantes, ni las élites urbanas. Es también —y sobre todo— el feminismo. Ese “fantasma” abstracto que, según el trumpismo, habría emasculado a los hombres, criminalizado la masculinidad y traído al mundo un exceso de derechos para quienes “no los merecen”. Así, el odio a las mujeres como categoría política se convierte en pegamento ideológico. Y lo que se vota no es un programa, sino una venganza.

La paradoja no puede ser más violenta: los sectores que más admiran a Trump, tanto en Estados Unidos como en Europa, están entre los más perjudicados por su política económica. La guerra comercial con China, sus aranceles, sus amenazas a la OTAN y al comercio con la Unión Europea afectan directamente a industrias clave de países como Alemania, Italia, Francia o España. Su visión del mundo como un tablero de fuerza bruta desestabiliza mercados, encarece bienes y debilita el tejido productivo internacional.

En Aragón, por ejemplo, sectores como el agroalimentario o el del automóvil, con fuerte orientación exportadora, sufren las consecuencias del cierre de mercados y de la incertidumbre comercial que el trumpismo fomenta. Y aun así, hay hombres —en tertulias, en redes, en bares— que lo defienden como un héroe. No porque entiendan sus medidas económicas, sino porque las sienten secundarias frente a lo que de verdad les importa: frenar el avance del feminismo.

Trump no es votado por su solvencia. Es defendido, incluso fuera de sus fronteras, por lo que representa: un freno al cambio. Un “basta ya” a quienes reclaman derechos, igualdad, cuotas y redistribución simbólica. En otras palabras: es admirado por el mismo motivo por el que tantas veces se teme al feminismo. Porque cuestiona jerarquías. Porque redistribuye poder.

Esta fascinación por el liderazgo autoritario, aunque empobrecedor, sólo puede entenderse desde la dimensión simbólica del poder masculino. Durante siglos, el hombre ha sido el sujeto político, el actor económico y la voz pública por defecto. El avance de los derechos de las mujeres —y con ellos, de otras subjetividades— ha puesto en crisis ese monopolio. Y en lugar de adaptarse a una nueva realidad compartida, muchos prefieren abrazar el discurso de la restauración.

Trump promete justamente eso: restauración. No de empleos, no de salarios. De poder simbólico. Promete volver a una época en la que los hombres mandaban sin ser cuestionados. En la que una broma machista no suponía un cuestionamiento social. En la que las mujeres sabían cuál era su lugar. Es un delirio nostálgico, sí. Pero es eficaz. Porque toca la fibra identitaria. Porque convierte la masculinidad herida en causa política.

Lo más alarmante es que esta estrategia no se queda en Estados Unidos. Hay liderazgos europeos (y de otras partes del mundo) que comparten este manual y ese discurso encuentra eco entre hombres de clases populares. Sectores precarizados, sí, pero sobre todo desposeídos de relato. Abandonados por la izquierda tradicional y estigmatizados por cierta élite progresista, encuentran en el antifeminismo un refugio emocional. No se trata de ideología, sino de afecto. De una identidad que se siente defendida, aunque sea por quien la destruye económicamente.

El problema de fondo es que el feminismo no es el enemigo real de estos hombres. Es, de hecho, una de las pocas fuerzas sociales que cuestiona la precariedad estructural y que denuncia la explotación del sistema económico que ellos también padecen. Pero al haber sido presentado como una amenaza cultural, se convierte en el blanco perfecto.

La derecha populista, con Trump a la cabeza, ha logrado algo que la izquierda no ha sabido contrarrestar: convertir el feminismo en una caricatura odiable y el machismo en una trinchera identitaria. En esa guerra cultural, el feminismo pierde porque se le combate con símbolos, no con argumentos. Y muchos hombres prefieren perder derechos antes que ceder privilegios.

Trump no es un accidente. Es el síntoma de una nueva etapa del capitalismo autoritario, en la que el antifeminismo funciona como ideología de masas. Una ideología que moviliza, que otorga pertenencia, que promete restauración a cambio de obediencia.

Lo más inquietante no es sólo su éxito en Estados Unidos, sino su capacidad para generar adhesión entre quienes perderán más con él. Su política empobrece, precariza y divide. Pero su discurso da sentido a quienes sienten que el mundo les ha sido arrebatado. Y en esa batalla simbólica, el feminismo se convierte en el enemigo perfecto.

Si no entendemos esa lógica, seguiremos preguntándonos por qué votan contra sí mismos, cuando en realidad están votando a favor de una fantasía de poder que nunca fue equitativa, pero sí cómoda. El reto está en desmontar esa fantasía. Y en ofrecer otras formas de vivir la masculinidad que no se construyan sobre la dominación.

Sobre este blog

El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Etiquetas
stats