Hacia un ocaso poético
En 1814, cuando Lord Byron publicó el largo poema “El Corsario”, se vendieron en Inglaterra 30.000 ejemplares en un solo día; cuando le dieron el premio Nobel de Literatura a Louise Glück, en 2020, los editores afirmaban que en España se habían vendido sólo unos doscientos poemarios de la autora norteamericana. Ocurrió lo mismo con la polaca Wislawa Szymborska, a la que ahora todos admiramos y antes todos desconocíamos. Los poemas que he leído, después que le otorgaron el galardón, son todos admirables, profundos y austeros. Una maravilla que tenía que haber descubierto antes. Por cierto, es una poeta ideal para aquellos y aquellas que desconociendo la poesía, quieran, sin embargo, adentrarse en ella. Wislawa abre una puerta y ya nunca se cerrará. ¿Cuánta poesía desconocemos? ¿Cuánta poesía nunca llegaremos siquiera a vislumbrar? Nuestra condición depende del tiempo y al decir famoso de Séneca, “la vida es corta y el arte es largo.” ¿Cuántos libros del poeta venezolano Rafael Cadenas, se han vendido en España, antes y después del Premio Cervantes? ¿Lo conocen en París o en Londres?
Tras la completa alfabetización que ha traído la democracia, se lee más que en los tiempos de Byron, pero son peores tiempos para la lírica aunque a simple vista, existan más poetas que nunca; pero eso lo dirá la losa imparcial del tiempo. De un libro de poesía se editan unos quinientos ejemplares, de los cuales suelen venderse 160 o 180; a no ser que sea una gran editorial que hace una tirada de dos mil ejemplares; rara es la ocasión en que se reeditan. Se vende muy poca poesía. Solamente hay que visitar las librerías y comprobar el rincón oscuro y alejado donde permanecen escondidos los libros de los poetas. No hay que negar que han existido épocas en que la poesía y el teatro eran muy importantes; sin luz eléctrica, sin radio ni tele, sin Internet y sin antibióticos, las noches eran demasiado largas y la vida podría no llegar a la ancianidad. Los que con suerte pudieron aprender a leer a principios del siglo XIX, accedieron a una dimensión del conocimiento humano que hoy no logramos adquirir en una cultura volcada en una histérica cascada de imágenes sin tiempo ni forma de analizar. Ahora es el momento de todo es un espectáculo; enchufados a la histeria general buscamos la felicidad a toda costa, a través de la rueda de un consumo que nunca llega a satisfacer más allá de un momento fugaz. En ningún eslogan publicitario he visto que digan que la poesía es necesaria para poder vivir en este mundo. Mientras tenemos muchos medios a nuestro alcance, la poesía queda lejos y muchos lectores no la tienen en cuenta pues les parece impenetrable o muy elitista o simplemente no tienen la costumbre de tomarla todos los días como sí hacen con el café con leche. Además, la mayoría lee esporádicamente, cuando en realidad, hay que leer desde los catorce años todos los días de nuestra vida. Si hubiéramos hecho eso, la poesía habría aparecido; lo podría haber hecho sin avisar, como nos deslumbra un amor inesperado y nos sorprende muy gratamente. Con doce años, estando en Séptimo de la entonces EGB, le regalé a una chica que tenía el pelo lacio, el poema de Luis Cernuda “Donde habite el olvido”, escrito a mano en un folio y con algún dibujo, se lo entregué en la Heladería Roma de la plaza de Los Sauces, mientras tomábamos una granizada de naranja. A ella le gustó mucho, quizá más que aquel buen refresco que disfrutamos. Esto fue posible porque junto con el habitual libro de Lengua y Literatura de la editorial Anaya, venía de regalo un libro complementario que era una antología de la literatura española con una gran selección de la lírica, desde las “Endechas a la muerte de Guillén Peraza” que me fascinaron, hasta los poetas de la generación del cincuenta, Claudio Rodriguez o Ángel González. Con buenas ilustraciones, no era un libro para niños o chicos, como se estila ahora, sino que era un libro para personas. Si con esa temprana edad, entre los libros de estudio tienes uno con buena literatura y tu mismo encuentras un poema impresionante, como el de Cernuda que arriba he mencionado, puede que exista, a partir de ese descubrimiento, un antes y un después. “Sin más horizonte que otros ojos frente a frente”.
La poesía viene y nos transforma porque nos conmueve. Y punto. Aunque nos olvidemos a menudo, somos humanos y no tenemos remedio. No se puede perder el tiempo que es, justo, lo que pretende un sistema que devora y no amplía el objeto de consumo en que se ha convertido nuestra asediada imaginación. Puede que la poesía espabile más de lo que muchos piensan, pero parece ser que no entra en nuestra agenda. La duración biológica de la vida humana no nos permite acercarnos al todo, ni siquiera a una gran parte del pastel. Por eso, hay que aprender a leer, es decir, a identificar lo bueno, ir al grano cuanto antes, y así, poder llenar el alma de belleza y que no nos falte el aliento. El camino por el que se adentra un niño o una adolescente en el fascinante mundo de la lectura, constituye una de las pocas veces en que una persona puede elegir y ejercer su libertad. De ahí, la importancia de la educación de la lectura en la forja del ser humano. ¿Cuándo vamos a comprender la importancia de saber que la verdad la dicen los poetas? ¿Cómo podemos saberlo si no leemos poesía? Nadamos entre bulos, mentiras, desinformación y manipulación, todo ello alimentado por la falta de cultura y de conocimiento histórico en las redes sociales y en los medios de comunicación. En las nuevas generaciones la situación es alarmante. Nadamos y nadamos y la isla de la poesía se halla deshabitada. Tiene que haber libros en casa, y hábito de ellos, en lugar de tantas pantallas planas con muchas pulgadas. ¿Qué hijos estamos criando? ¿Con qué mediocridad llenamos nuestro ocio? Por ahí viene el mal, la hidra que nos impide acceder a una comprensión de la existencia. Caeremos fulminados por un foco brillante, por una mirada que irremediablemente nos convierte en piedra. En “Los idus de marzo” de Thornton Wilder, Clodia, ante César y los demás invitados, declara con mucha lucidez:
“Ni el sol ni la condición humana, permiten que se los mire fijamente; al primero, tenemos que mirarlo a través de las gemas; a la segunda, a través de la poesía”.
Si los generales leyeran poesía, si los políticos leyeran poesía; si los ricos, los pobres, los amantes y los solitarios, leyeran poesía; si la leyeran como rezaban nuestras abuelas, el mundo iría mucho mejor. Como en una “Lisístrata” de Aristófanes moderna, las mujeres, depositarias de la última esperanza, deberían rebelarse en una huelga sexual y no permitir ser amadas, hasta que los hombres les leyeran, de viva voz, algo de poesía; ya sea en el dormitorio, en la playa “o en el cuarto de la lavadora”, como decía Luis Alberto de Cuenca en un poema. En un mundo donde la crisis se ha cronificado, en una sociedad donde se consumen más ansiolíticos que analgésicos, la hidra de siete cabezas que técnicamente llamamos stress, tiene la sombra alargada; en la soledad, ruido y en la multitud, extravío. O al contrario que también posee sentido. Tiene que haber un lugar y un tiempo para la poesía. Ante el desmantelamiento del mundo, es necesaria la posibilidad de que se abra alguna reflexión. Veremos la herida, pero la poesía puede hacer que no se pierda la sangre, en este caso, el mensaje. En la excelente novela “La cripta de invierno” (Alfaguara, 2010) de la poeta y escritora canadiense Anne Michaels, encontré este bello fragmento:
“(Avery) recordó una historia que Jean le había contado sobre sus padres, una de las primeras historias que le contó aquella noche en la cabaña junto al Long Sault. Elisabeth Shaw había llegado tarde un día del mercado. Ruborizada y con aspecto culpable, había confesado a su marido que se había pasado casi una hora con el pesado abrigo de tweed y la gorra de lana puesta en la librería Britnell leyendo a Pablo Neruda. No tenía dinero para comprar el libro, así que bajó la calle hasta una joyería y había vendido la pulsera que llevaba puesta. Le rogó a John: ”No te enfades“. ”¡Enfadarme!“, dijo él. ”No te puedo ni explicar lo que significa para mí haberme casado con una mujer que es capaz de vender sus joyas para comprar poesía“.
Algunos tienen suerte. En infinidad de ocasiones me pregunto dónde se halla la poesía o más bien en qué estado se encuentra. Si es grave o si siempre ha tenido sus vaivenes. Miro en casa, en las librerías, en las bibliotecas públicas; le pregunto a los alumnos de algún instituto, a las turistas francesas que desconocen la mayor parte de la poesía española, cosa que no hacemos nosotros con la lírica del otro lado de los Pirineos; miro en google, en las redes sociales, en la prensa, en las escasas revistas de papel que llegan. Intento atisbar algo de poesía en el cine o en la música. Y no sé muy bien lo que encuentro. Me pregunto si los jóvenes de veinte o de treinta y los no tan jóvenes de cuarenta se acercan en alguna ocasión a la poesía. Y los amantes de hoy en día, ¿acaso no leen poesía de viva voz en la alcoba? ¿Se lee poesía en las residencias de ancianos? ¿Y en los hospitales? Masud, el líder muyahidín afgano, asesinado por Al-Qaeda dos días antes del atentado de las Torres Gemelas en 2001, hoy héroe nacional, cuando luchaba en el valle del Panjshir contra la invasión soviética entre 1979 y 1989, por la mañanas, en una habitación casi vacía y sobre una mesa donde sólo había una hoja de papel, le leía poesía a sus soldados y lugartenientes como si fuera el parte de las operaciones. Lo hacía de un modo admirable, como un santo, con calma, pronunciando palabras que destilan sabiduría y otras cosas que desvelaba una parte de los misterios de este mundo y de aquellas montañas en litigio. Miro el mundo y sé que la poesía es también todo lo demás, incluyendo lo invisible. El mundo contiene la poesía como el mar contiene la sal. Hay que encontrar el cuerpo poético entre las aguas turbulentas, porque él no va a estar abanicando con la mano para llamar la atención. Mantenerse a flote y agarrado al salvavidas ya es bastante. El poeta austriaco Hugo von Hofmannthal en “El poeta y nuestro tiempo” y en una conferencia incluida en “Instantes griegos y otros sueños” (Ed.Cuatro), afirmaba sobre el peso del presente y la condición de poeta:
''La esencia de nuestro tiempo consiste en que nada de lo que ejerce un poder real sobre los hombres se expresa metafóricamente hacia el exterior, sino que acontece en el interior. Todo acontece silenciosamente como entre las cosas. Y así, el poeta está donde parece no estar y está siempre en un lugar distinto del que se sospecha. Vive, de extraña manera, en la casa del tiempo, bajo las escaleras, donde todos pasan y nadie repara en él. Posee las tinieblas que descienden en la noche...pero si no hay quien interrogue, el que responde es pura sombra“.
Cuando García Lorca llegó a Buenos Aires el 13 de octubre de 1933, una multitud entusiasta fue a recibirle y en las portadas de la prensa bonaerense se reflejó el hecho en titulares y en primera página. Sus conferencias llenaban los teatros y el brillante estreno de “Bodas de sangre” por la compañía de Lola Membrives, fue todo un acontecimiento que hizo del poeta granadino una figura muy famosa en toda Argentina. En la actualidad nadie hay comparable. Si un poeta llega a un puerto, nadie sabe nada. Tal vez, si tiene suerte, lo recoge alguien del departamento de cultura del ayuntamiento o de la institución donde va dar el recital o la conferencia. Puede que vaya invitado a la Feria del libro y ni siquiera le den hotel aunque venga de otra isla. Los periódicos por supuesto, no hacen mención alguna. Y al acto cultural acuden 25 o 30 personas, entre los cuales están los amigos que se avisaron por washap. Puede ser que en la actualidad algún deportista se acerque a la fama o al poder de convocatoria que antes tenían los poetas como Lord Byron, García Lorca o Alexander Pushkin. Podemos decir que las letras están de capa caída o que las masas han pasado por la centrifugadora neoliberal y se han borrado todos los mensajes.
Mi hermano Everto, que es un manantial inagotable de historias, hace un tiempo me contó que en 1959, unos años también nada buenos para la lírica, vino un nuevo maestro a la escuela de Las Lomadas, Don Moisés, de Guía en Gran Canaria. El fin de semana se hospedaba en una pensión en la plaza de Los Sauces y de lunes a sábado se alojaba en el propio aula, donde había habilitado con cartón piedra, un cuartito para una cama y sus pertenencias. Un lunes, don Moisés, llegó con una caja grande y pesada de cartón, atada con una cuerda y la colocó encima de la mesa. Los alumnos pensaron que era algo de comer. El maestro dijo: “Esto es un tesoro”, y abriendo el “cofre” descubrió que eran libros, todos diferentes. Entre la censura y la miseria de entonces, era difícil conseguir ciertos libros cuando aún existía una economía de guerra a nivel nacional. Don Moisés le dijo a mi hermano: “Como sé que te gusta la poesía, te llevas este libro de Unamuno.” Una edición grande, de tapas duras y sin el nombre del autor en la portada; solamente decía 'Poemas'. Me contó mi hermano, que mi madre, que aprendió a recitar en la escuela con la maestra Nieves, y además le gustaba mucho la poesía y el teatro, en la casa de la carretera por las noches, le leía de viva voz a mi padre y a mi hermano, los poemas de Unamuno, la mayoría sonetos del destierro en Fuerteventura; en aquellas noches donde sólo había una radio y cuando aún no existía una simple nevera. Mi hermano me comentó que mi padre decía: “este hombre canta verdades como templos”. Parece que estoy oyendo la voz de mi madre y su talento para recitar:
“Ruina de volcán esta montaña
por la sed descarnada y tan desnuda,
que la desolación contempla muda
de esta isla sufrida y ermitaña.
La mar piadosa con su espuma baña
las uñas de sus pies y la esquinuda
camella rumia allí la aulaga ruda,
con cuatro patas colosal araña.
Pellas de gofio -pan en esqueleto-
forma a estos hombres, lo demás conduto
y este suelo de escorial, escueto,
arraigado en las piedras, gris y enjuto,
como pasó el abuelo pasa el nieto
sin hojas, dando sólo flor y fruto“
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces
16-12-2024
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