Self service mediático
Debía ser producto de un atracón informativo navideño. O un espejismo mediático. A mi alrededor ocurría algo chocante: todos con cuantos me relacionaba hacían gala de esos mismos dotes extraordinarios. El panadero/periodista era de los primeros en atenderme de buena mañana. Para que le oyera más nítido alzaba la voz al darme el parte matinal. Yo asomaba la cabeza por entre la cola que guardaba religiosamente y asentía a sus proclamas para que no tuviera que repetir en bucle lo que ya me temía que me iba a decir. Un taxista/periodista que me recogió al vuelo hacía las veces de contertulio de una cadena radiofónica apostillando comentarios al presentador sin cesar. El locutor estrella harto daba paso a la publicidad para que el señor taxista le diera un respiro.
En el desayuno, un camarero/periodista presuntuoso, titulado por una universidad casera, me apuntó al oído primicias llegadas de Madrid. Me las sirvió aún calientes. Con el café me chivó algunas declaraciones del jefe de la oposición recién vertidas en un programa de telerrealidad, que en el fondo se trataba de un oxímoron: un espacio mentiroso y tendencioso. En aquel tugurio se servía al mediodía un menú del día intoxicado, condimentado con noticias falsas. Juan Carlos I, Pujol y Felipe González, los tres ídolos del camata, le configuraban como un mindundi de campeonato. Comida basura para las mentes milenial más frágiles.
En un edificio de oficinas, el portero/periodista de la finca me asedió con los titulares del día tamizados por su reaccionaria sabiduría. Una sigilosa anotación junto al ascensor sirvió para mostrar que manejaba jugosas exclusivas. El pobre don nadie no alcanzaba para más, pero él estaba orgulloso de su cometido manipulador y de su sublime tarea para esparcir infundios. Su misión divulgadora consistía en reciclar ecologistas descarriados, soliviantar nacionalistas convencidos, reconvertir feministas abducidas o practicar el negacionismo histórico con algunos eruditos desmemoriados que todavía maldecían la figura de un sátrapa llamado Franco.
Estaba rodeado por doquier de todo un ejército de informadores anónimos, de replicantes de noticias manoseadas por las redes sociales y de cronistas cotidianos que creían que su deber era mantenerme al corriente de esas cosas que a ellos les preocupaban sobremanera: un fiscal jefe que contrariaba a jueces de alta alcurnia que lo tachaban de soplón; un presidente valenciano, xenófobo a rabiar sin gracia alguna y mentirosillo, que se tragó una dana de un atracón; unos policías patrióticos que escuchaban lo indebido; un novio particular de una presidenta muy particular que devoró unas comisiones muy jugosas; un expresident catalán que conducía sonriente un utilitario nuevo por Bélgica con una matrícula añeja del 2017; unos jueces temerarios, poco imparciales, que estrujaban los códigos penales a su libre albedrío; la abusona mujer de un presidente del gobierno a la que un guardaespaldas le abría las puertas de un coche blindado cuando su misión era vigilar que no se acercara ningún terrorista a pedirle un autógrafo; un árbitro temeroso de la portada de un periódico deportivo costeado bajo mano por el presidente plenipotenciario de un club de campanillas; y algunos líderes mundiales que expresan teorías estridentes que la extrema derecha más retrógrada del mundo mundial saboreaban con deleite.
A media mañana, un cartero/periodista, que traía la correspondencia, me hizo escuchitas en el rellano. Susurraba que Europa era una mierda, que fíjate en Trump, que el euro se iba a la mierda, que si Putin lo tiene claro y que se fueran preparando los dirigentes de Francia y de Alemania. Aquel cartero pringado embutía cartas en los buzones mientras dictaba nuevos objetivos militares geoestratégicos para que los bombardearan los israelitas. Del famoso Sánchez no dijo nada. Llevaba prisa. Si acaso otro día me haría un monográfico especial, insinuó en voz baja. En la verdulería, una dependienta/periodista de origen venezolano, me dio la turra con noticias frescas de lo suyo, lo más maduro del local. Y en la farmacia, una manceba/periodista me elogiaba a un tal Musk que dice que iba a llevarnos a Marte con un cohete en buen estado.
Estaba saturado. El gremio periodístico, encarnado en cualquier hijo de vecino, se había cebado conmigo aquel día. Periodista ahora lo era cualquiera, ya lo predijo el tío Elon, profeta de X. Por suerte nadie sabía lo mío. Hice bien en hacer caso a mi mujer y mantenerme en el anonimato. Debían pensar que trabajaba en una inmobiliaria o en un despacho de ingeniería. Supe ocultar a tiempo mi profesión de periodista: habría perdido todo el crédito que aún conservaba en el barrio.
De vuelta a casa. El quiosquero me anunció que iba a bajar la persiana. La gente solo hace caso al oráculo del TikTok, concluyó. Le dije que le echaría de menos. Recostado en el sofá, después de comer, todavía sentí una pulsión tremenda por engullirme entero el telediario.
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