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Primero fueron a por los inmigrantes (de Hitler a Trump)

El presidente de EE.UU., Donald J. Trump, habla en un evento en Las Vegas, Nevada, EE. UU.
27 de enero de 2025 22:17 h

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Escribe el corresponsal italiano Siegmund Ginzberg en Síndrome 1933 (Gatopardo) que las crisis siempre se producen a cámara lenta mientras que las catástrofes llegan de golpe sin avisos previos. El año en que Hitler llegó al poder, recuerda en un ensayo de obligada lectura para estos tiempos de banalización colectiva, todo sucedió deprisa, a un ritmo vertiginoso, casi abrupto.

“¿Y si, de repente, una pesadilla de la que habíamos despertado hace tiempo, que apenas recordábamos, arremetiera mortalmente contra nosotros?”, se pregunta este periodista nacido en Estambul en 1948 en el seno de una familia judía que se trasladó a Milán en los años cincuenta. La historia, en efecto, nunca se repite, pero con una mirada en 1933 y otra en el siglo XXI, Ginzberg alerta de los riesgos que hoy anidan en las democracias liberales. Toda una lección de historia que comienza en los meses previos a la caída de la República de Weimar y que ofrece detalles muy precisos sobre cómo los nazis pudieron conquistar el poder gracias a la colaboración –o inacción– de los supuestos garantes de la democracia.  

De entre todos los escenarios  del horror en la Alemania de aquellos años, Auschwitz ocupa un lugar destacado en la memoria colectiva del mundo como símbolo de los atroces crímenes del nazismo. Y este lunes se cumplían 80 años de la liberación del campo de exterminio nazi, en el que más de 1,1 millones de personas murieron allí gaseadas, tiroteadas, torturadas o exhaustas por los trabajos forzados. El 90% de los fallecidos eran judíos de varios países europeos, y el resto eran polacos no judíos, gitanos, prisioneros de guerra soviéticos, homosexuales, testigos de Jehová y delincuentes comunes.

Y a pesar de que hoy abundan en el mundo líderes indeseables, como lo pueda ser Trump, aupados al poder por el voto popular –igual que llegó Hitler–, no se les puede comparar con el Führer. O sí. Depende de a quién se interpele. Si es a la ultraderecha y a la derecha europea, no hay paralelismo alguno. Sin embargo, hay a quien asusta, como a Ginzberg, “un presente que imita al pasado, quizá sin darse cuenta” y que nos conduce al desastre.

No es baladí que en los primeros días como presidente estadounidense, Donald Trump haya impulsado un cambio radical en la política migratoria de la Casa Blanca. La inmigración fue uno de sus pilares narrativos de su campaña electoral y nada más estrenar el cargo ya firmó los primeros decretos para resquebrajar el sistema migratorio construido por su antecesor. Ha declarado la emergencia nacional en la frontera sur para detener inmediatamente toda entrada ilegal y comenzar con las deportaciones de extranjeros, a quienes tilda de “criminales”. Y anuncia, además, que el Departamento de Justicia buscará la pena de muerte como castigo apropiado para crímenes en los que mueran agentes del orden y a los cometidos por “inmigrantes ilegales que mutilan y asesinan a estadounidenses”.  Esto en 2025.

Casualidad o analogía, una de las primeras medidas del ministro del Interior del gobierno de Hitler, Wilhelm Frick, fue cerrar las puertas a los inmigrantes, principalmente a los judíos, que habían llegado por millones a Alemania desde el Este. La decisión quedó escrita en una ordenanza que impuso a todos los länder prohibir la entrada de judíos orientales y expulsar a los que carecieran de permiso de residencia. Poco después, se decidió retirarles la nacionalidad alemana a cuantos la habían obtenido entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el 30 de enero de 1933. Ahí empezó todo, con una enfermiza obsesión que relacionaba a cada inmigrante con un asesino, un violador o un ladrón. Y después, fueron a por los homosexuales, a por los gitanos, a por los romaníes… 

Pues, aun así, entre adalides de la ultraderecha y defensores del liberalismo que algunos habitan bajo las siglas de la derecha conservadora, los aliados del trumpismo han dejado de ser cuatro apestados y hoy se expanden por toda Europa. No solo han crecido electoralmente en Alemania, Italia, Francia o España, es que gobiernan o sostienen a gobiernos en Suecia, Finlandia, Hungría o Países Bajos mientras defienden sin complejos ideas radicales como las de Trump en materia migratoria o en lo que respecta a los derechos de las minorías. 

Imposible no preguntarse si de verdad quienes se erigen en garantes de la democracia, como es el caso del Partido Popular de Feijóo, no son conscientes de la magnitud de la amenaza que representan los adalides del trumpismo –como es Vox– con los que pretenden gobernar España. Si lo fueran, no se hubieran desmarcado de manera tan sonrojante del popular Esteban González Pons cuando ha llamado “macho alfa de una manada de gorilas al que nadie rechista» a Trump y  ha elogiado la intervención de la obispa anglicana de Washington por pedir misericordia al presidente de los EEUU con ”los jóvenes homosexuales, los sin papeles que lavan nuestros platos en los restaurantes, los niños cuyos padres pueden ser deportados y los refugiados que huyen de la guerra y la persecución“.  

La amenaza hoy ya es una realidad y no caben equidistancias.

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