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Sánchez Robayna o la inevitabilidad como prueba de grandeza

Presentación de Tinta en el Club Prensa Canaria. De izquierda a derecha: Miguel Martinón, Andrés Sánchez Robayna y Eugenio Padorno. Foto de Juan Gregorio publicada en el Diario de Las Palmas (5 de enero de 1982).

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Literatura canaria, un planeta circumbinario

Fue inevitable, imposible de soslayar, de sortear, de esquivar, de trazar un rumbo alternativo para no mentarle; y no porque anidara en mi voluntad el propósito de evitarle, negarle, vetarle (¡eso nunca, jamás!), sino porque era prodigiosa la forma en la que no dejaba de estar presente en la escritura sin que hubiera una intención para que así fuera. De un modo u otro, mientras me sumergía en la composición de un ensayo autobiográfico y testifical acerca de la poesía de la última década del siglo XX en un ámbito tan reducido como el de la Facultad de Filología de la ULPGC, mientras se evidenciaba la cortedad de mi experiencia y la largueza de mis admiraciones, detectaba cómo la raíz del asunto que me entretenía, conforme ganaba en profundidad, lo hacía en ramificaciones; y todo gracias a un extraordinario nutriente que expandía mi percepción del fenómeno sobre el que, con humildad, trataba de dar cuenta: al apelar al alimento intelectual y poético de un grande como Eugenio Padorno Navarro surgía, en no pocas ocasiones, la majestuosa presencia de otro tan grande como él, Andrés Sánchez Robayna. 

Los dos, de una manera inevitable —la grandeza llama a la grandeza—, en el último tercio de la centuria pasada, se encontraron en una suerte de camino estelar de la literatura que muy pocos en Canarias han sido capaces de recorrer. Y digo bien: camino estelar, camino de elegidos, de convocados para fundirse en la universalidad de las letras hispánicas intemporales; nada que ver con esos otros variados caminos, más o menos firmes, más o menos aceptables, más o menos imprescindibles, que forman parte del paisaje de nuestras escrituras creativas y de pensamiento, y que son transitables y memorables, pero que no alcanzan a ser estelares por vaya uno a saber qué razones. Andurriales, veredas, atajos… no tienen cabida en esta metáfora sobre la excelsitud de los dos mentados nombres propios y el prestigio de los muchos y dispares caminantes, cuyas nominaciones están de más en este momento porque se hallan en el entendimiento de cuantos aprecian la expresión verbal más cercana a las pulsiones intelectuales y estéticas que nos identifican como habitantes de este hogar atlántico que nos acoge.

Los dos, de un modo inevitable también —la fortuna en ocasiones no es azarosa—, asumieron la magistral misión para la que fueron escogidos por esa arbitraria dama llamada Vida: la docencia, la academia, la poesía; o sea, la enseñanza en torno a cómo son los caminos y cómo se puede llegar a ser caminante, la investigación acerca de los caminos y de los caminantes, la construcción de los caminos caminando. De ahí que los dos representen, en este acercamiento que realizo a la figura de Andrés desde su vínculo con la de Eugenio, las estrellas de este planeta circumbinario en el que se ha convertido la literatura canaria que hoy, con la marcha de Sánchez Robayna, contemplo.

Los vi juntos —en el transcurso de mi escritura—, cuando el maestro Padorno decidió retomar la colección Mafasca (1964-1968), que renombró como Mafasca para bibliófilos, denominación que evocaba la Colección para treinta bibliófilos que dirigió Juan Manuel Trujillo Torres entre 1943 y 1945; una serie con la que, por decirlo de algún modo, se consolidó dentro del ámbito literario la noción de “plaquette” —folleto poético—, fundamental concepto (no es el lugar ni el momento de exponer el porqué de esta sustancial condición) para entender la producción lírica canaria de la segunda mitad del siglo XX —en buena medida, gracias a los hermanos Padorno Navarro—. En los diez años de duración de la segunda Mafasca (1975-1985), Sánchez Robayna intervino varias veces: inauguró la serie con Fragmentos nocturnos; publicó, como octavo volumen, Tinta (1978); y aportó textos propios en dos títulos: la edición de Eugenio de Pictografías para un cuerpo: Domingo Rivero (1977) y Negro sobre blanco (1980), de José Luis Gallardo. Esta última obra apareció por las mismas fechas que el suplemento cultural Jornada Literaria, que coordinó el estelar poeta hasta 1982, aproximadamente, y que contó con la participación activa, entre otros, de dos importantes firmas de nuestras letras: Miguel Martinón y Nilo Palenzuela. 

Las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un Miguel Martinón, el nombrado, que estuvo muy presente en el desarrollo de una de las revistas de literatura, arte y crítica más emblemáticas del hispanismo de finales del siglo XX, Syntaxis, fundada y dirigida durante los treinta y un números que duró por Sánchez Robayna. Llegó a ser el secretario de la publicación y el responsable, entre otras aportaciones, de esa significativa y relevante y griega que contiene el título, como recojo en mi breve y heterodoxo ensayo.  

Sigo por la senda del vínculo Eugenio-Andrés a partir de Mafasca para bibliófilos. La gratificante experiencia debió empujarles a poner en marcha juntos otra colección: Tierra del poeta, gracias en esta ocasión al apoyo de Ediciones La Palma. La iniciativa se concretó en doce plaquettes: la primera, de Octavio Paz (Reflejos: réplicas, 1996); la última, de 2000, la antología De camino a casa, de Oswaldo Guerra Sánchez, uno de los autores canarios de referencia del siglo XXI, uno de esos discípulos aventajados de Eugenio, uno de esos que sabe cómo acceder al camino estelar, como lo fue para Andrés el poeta Rafael-José Díaz, quien firmó en esta colectánea el undécimo tomo, Llamada en la primera nieve (2000).

¿Cuándo hablaron para hacer realidad esta empresa editorial? ¿Quizás cuando ejercieron funciones de jurado (junto con José Hierro y Francisco Brines) en el Premio “Ciudad de Santa Cruz de La Palma”, que en 1995 premió Fauna para el olvido, de Alicia Llarena, poemario que publicaría Ediciones La Palma dos años más tarde? Insisto: la grandeza llama a la grandeza, y de ahí no me bajo.

Sí, las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un Octavio Paz, el nombrado, con el que arrancó esta Tierra del poeta, que regresaba así al orbe de Sánchez Robayna, pues ya estuvo presente en una iniciativa literaria que promovió el satauteño en sus años universitarios por Barcelona: una revista que dirigió hacia 1976 y que se titulaba Literradura, un cuaderno «muy de neovanguardia» —como le dijo en una interviú a otro discípulo suyo, el magnífico poeta Alejandro Krawietz—. En la mentada publicación también participaban José Carlos Cataño y Eduardo Pinto, si nos atenemos a lo que Alfonso O’Shanahan nos señalaba en un artículo que sacó en La Provincia en junio de ese indicado 1976. En este texto, informa del surgimiento de una incipiente generación de escritores (en la que entraban los citados Cataño y Pinto, más Andrés Doreste Zamora, José Miguel Junco Ezquerra, Agustín Millares Cantero, etc.) y se ve en la obligación de dejar al margen del colectivo a Sánchez Robayna: «Se despega en madurez poética de todos los demás, acaso por su más temprana dedicación […]».

De nuevo, las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un José Carlos Cataño, el nombrado, que en 1998, entrevistado por Mariano de Santa Ana para La Provincia (edición del 12 de marzo), reconoció la influencia que Eugenio había ejercido en él y en Andrés Sánchez Robayna. 

La grandeza literaria es pareja al magisterio por la vía de la imitación, la del influjo, la del asesoramiento, la de la admiración. En el caso de Andrés —como expuse en mi ensayo trazando las analogías existentes entre él y Eugenio—, gran parte de esta grandeza se vertebró en una escuela lírica que, durante la etapa de la que me ocupo en mi opúsculo, se denominaba Paradiso y estaba vinculada con la Universidad de La Laguna. Con la prudencia del sabio, estuvo para generar los estímulos, asesoró, ayudó, dejó hacer, encauzó el estro, favoreció que las nuevas voces tuvieran un respaldo editorial y público que era necesario para que fluyeran y demostraran su valía. Entre 1993 y 1995, se sitúan los doce números de Paradiso, pliego de literatura, revista dirigida por Rafael-José Díaz, acompañado, entre otros, por autores como Alejandro Krawietz, Francisco León, Goretti Ramírez Castro y Víctor Ruíz; quienes en 1994, junto con Melchor López y Francisco-Javier Hernández, y dentro del entorno de la revista Syntaxis, fueron seleccionados por Sánchez Robayna para conformar la excelente antología Paradiso, que prologó. 

«La muerte es la visión de una pirámide infinita y lejana sobre la palma de una mano más infinita aún…» (Alonso Quesada).

Un 25 para marcharse: A+A (Alonso y Andrés)

La grandeza llama a la grandeza, he dicho y repetido; y los acontecimientos parecen confirmarlo, aunque sea de manera tan triste: este año, dedicado a Alonso Quesada por el primer centenario de su fallecimiento (4 de noviembre de 1925), es el año en el que se nos va uno de sus más destacados estudiosos, pues Andrés lo era y de los mejores, sin duda. Ahí está su producción académica para avalar cuanto afirmo. En 1978, en la Universidad de Barcelona y bajo la supervisión del insigne José Manuel Blecua, defendió su tesis doctoral: La poesía de Alonso Quesada. Y como buen maestro que siempre fue, sembró buena simiente: en junio de 1992, en la Universidad de La Laguna, firmó la dirección de otro proyecto de doctorado similar relacionado con el poeta que homenajeamos este año y que preparó uno de los más celebrados novelistas canarios que hay en la actualidad. El título del trabajo: Alonso Quesada: hacia una interpretación documental de ‘El lino de los sueños’; su autor: José Luis Correa.

¿Lo reclamó Alonso —redivivo desde hace apenas tres semanas gracias al Día de las Letras Canarias— para agradecerle lo mucho y muy bueno que hizo el sabio para que su quehacer lírico se mantuviera vigente? ¿Pidió tener cerca al profesor para expresarle en persona su gratitud por esa magnífica antología sobre su obra poética que acaba de editar y publicar como n.º 1257 de la prestigiosa Colección Visor de Poesía, una indispensable referencia bibliográfica que nadie imaginó que iba a convertirse en una suerte de extraordinario colofón a una admirable vida de escrituras?

 Quienes habitamos entre libros y, principalmente, entre los dedicados a la literatura y el arte, con independencia de su naturaleza, lo sabemos, pero conviene no silenciar esta verdad notoria cuando sea posible volver sobre ella: un grande como Andrés jamás se va. Su legado se queda. Nosotros pasaremos, nos desembocaremos en el mar, desapareceremos; pero él no, porque su palabra seguirá vibrando en nuestras conciencias literarias, seguirá ahondando y será, como nunca ha dejado de ser, una inevitable y necesaria raíz profunda y ramificada.

«Al fin resonó tu voz lejos de ti, como un humo de voz sagrada: “Estoy contenta de estar sin una herida en el alma, como el mar y como el prado de los cielos, libre y amplia”» (Alonso Quesada).

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