La portada de mañana
Acceder
Feijóo y Ayuso, aliados contra el fiscal general
EXCLUSIVA | 88 millones de RTVE para el cine español
OPINIÓN | 'Lo diga el porquero o el rey', por Elisa Beni

La memoria del agua

7 de noviembre de 2024 22:00 h

1

“Lo que es del barranco vuelve al barranco” decían los padres de mis padres, los viejos llenos de sabiduría que poblaban nuestras tierras. Mucho antes de que el hombre comenzara a destruirlas para hacer de las suyas y cometer los atropellos que todos conocemos y lamentamos, ya ellos leían los mensajes que les llegaban de su parte y cada vez que la tierra se levantaba y castigaba a quienes consideraba culpables, ellos lloraban tales desatinos y volvían a predicar una y otra vez los desastres que la naturaleza ofrecía como castigo a quienes la maltrataban. Lo hacían con mensajes y parábolas, con mitos y leyendas que contenían un relato de los hechos, sus consecuencias y que acababan siempre con un mensaje que debía permanecer grabado en la historia de la humanidad como ejemplo de lo que no debía hacerse para que no se repitieran los sucesos. Cuando era joven y paseaba por estas tierras nuestras y otras lejanas procuraba aprender de los más ancianos y sus consejas. Quedaron grabadas en mis libretas sus palabras y encomiendas; las mismas que hoy repiten con amargura sus descendientes. “El agua no olvida, me decían, el agua tiene memoria”. Sí, es cierto, ella conoce su camino, ella lo aprende y no se aparta de él. Somos nosotros los que olvidamos.

En la antigüedad quedaron descritas y publicadas barranqueras y desbordamientos. Quedaron fotografiados los caminos que el agua acostumbraba recorrer y, a pesar de ello, nosotros, incrédulos o soberbios, seguimos ignorando los consejos y las lecciones que el agua nos daba. Yo recuerdo, con apenas seis años intentar cruzar el puente que comunicaba la ciudad de Santa Cruz de La Palma de una parte a otra del casco viejo, un puente que en mi imaginación infantil semejaba los medievales. Pues bien, de un lado y de otro veías pararse a la gente y no atreverse a cruzarlo cuando las aguas corrían por debajo de él. Llegaban desde muy arriba, desde la misma cumbre parecía bajar aquel torrente hasta desembocar en el mar. Ahí mismo, ahí donde hoy una ballena estrepitosa de mentirijillas que parece haber quedado varada para desconcierto de niños y navegantes, ahí llegaban hasta precipitarse en el mar. Luego no volví a verlo correr. Sí que vi al que venía por el otro lado de la ciudad y bordeaba el galeón encallado junto al barranco de Las Nieves en la parte norte de la capital de la isla y vi cómo se llevaba por delante maderas y piedras y animales que hacían tanto ruido que parecía retumbar el aire.

¿Es que nadie lo recuerda? ¿Es que nadie intentó cruzar el Barranco de Las Nieves aquella mañana en que no pudimos ni siquiera ir a la escuela porque los mayores nos hicieron retroceder por La Encarnación hasta El Planto y La Dehesa para evitarnos el daño? ¿Es que nadie lo vio conmigo? ¿Nadie recuerda ahora el susto y la visión aterradora del barranco lleno de fango y piedras y troncos rotos de los árboles que venía arrastrando desde la cumbre? Pues yo sí. Yo recuerdo el miedo y el estruendo sentada en un muro del camino viendo aquel espectáculo que no era otra cosa para mi entonces; y recuerdo el desconsuelo por no poder llegar al quiosco de La Alameda para comprarme los Pirulines rojos que allí vendían y que toda la vida anduve pensando que era de doña Lola y luego resultó que no era de ella, que ella sólo los vendía y su pelo no era azul como yo lo había soñado, que era blanco o negro y yo lo mezclaba todo cuando tuve edad para describirlo.

Lo cierto es que recordando caminos y barrancos vuelvo al agua y al ruido del agua y a los muertos del agua. Y de nada de eso puedo culparla. Que la culpa no la carga ella sino el hombre que construye sus casas y rotura sus campos donde no debería hacerlo; porque el ser humano, en su infinita soberbia, sigue pensando que todo lo que le rodea le pertenece y puede sacrificarlo en su beneficio. Porque somos así y no recordamos lo que los libros cuentan y los abuelos narran mientras fuman su pipa o miran el final del horizonte, entre otras cosas porque ya no leemos o porque nos reímos de los ancianos de la tribu que tienen libros dentro de sus cabezas y no olvidan y saben muchas más cosas de las que uno cree saber.

Elsa López

7 noviembre 2024

Etiquetas
stats