Espacio de opinión de Canarias Ahora
Discapacidades motoras
En El Banquete de Platón, Sócrates dice algo así como que los ojos del espíritu no comienzan a hacerse previsores hasta que los del cuerpo se debilitan. De ese apotegma es del que me he acordado, sumergida en un estado de éxtasis literario, mientras iba llegando al final del libro La Clase de griego, de la reciente premio Nobel.
La intención de Sócrates seguramente poco tuvo que ver con mi interpretación, pero para eso está el arte, porque la teorética y la estética en la obra de Platón parecen ir de la mano, sin que pueda yo afirmar si me aportan más sus ideas filosóficas o la belleza de su decir. Lo cierto es que el gozo sublime de dos horas a que me condujo aquel libro me hizo olvidar por completo mi cuerpo mientras lo leía, salvo cuando tenía que secarme la cara y enjugarme el agüilla que resbalaba lenta, en forma de trenza, hecha de lágrimas de placer, de un lado, y de lágrimas de sufrimiento, del otro lado. Tan excelso y crudo me parecía el relato de Han Kang. Entonces, sin poder apartar mi mirada de la página, con una mano sostenía el libro abierto y con la otra hurgaba en mi mochila, buscando un paquete de pañuelos, que en algún momento habría sacado, incomprensiblemente, de su refugio lógico. Al no encontrarlo, tiraba, a tientas, con la misma mano, de las hojas del servilletero sobre la mesa, que crujían entre mis dedos, quejumbrosas, tal vez por no depositar en ellas mi mirada, como merecían, antes de ser usadas. De pequeña pensaba que los objetos también tenían ojos y agradecían las caricias de otros ojos.
Por un momento reparé en que no me molestaba en absoluto el ruido del tráfico interior y exterior de la segunda cafetería, de gasolinera, en la que me refugié esa mañana. Tampoco me incomodaba el calor que empecé a sentir bajo el toldo negro que cubría la zona de las mesas, sobre el que un sol de eterno verano hacía gala, generoso, de sus mejores cualidades.
Había llevado a un taller, para su diagnóstico, el coche que usa mi hijo pequeño –que es grande– y que, por lazos del demonio, se le había estropeado, días antes, en marcha, perdiendo velocidad hasta no poder pasar de sesenta. El taller estaba en el polígono de Las Chafiras, a cierta distancia de mi casa. No valía la pena regresar a casa en un taxi, para tener que volver en otro taxi a las dos horas. Había ido al taller conduciendo dicho coche despacito, en tercera. De modo que anduve leyendo cobijada entre las frescas sombras de los árboles de la alameda, en el complejo residencial del polígono, Llano del Camello; así fue como acabé tomando nadas hasta en dos cafeterías, que disponían de sillas más cómodas que los muros de canto visto de la alameda, y que a mi trasero, más que vistos, se le antojaron revirados sin ton ni son –como adolescentes–, al cabo de media hora sentada sobre ellos.
Mi deambular por la avenida entre las dos cafeterías era flotante, como una pompa feliz dando saltos de un lado a otro. Mi espíritu, o lo que sea que soy más allá de la apariencia, se hallaba arrebolado en la sublime experiencia de aquella lectura; así me sentía, incluso cuando caminaba y no leía, o cuando iba al baño del segundo bar, después de solicitar la llave del mismo a la camarera. Al llegar –al fondo a la derecha–, había dos puertas: una puerta tenía una pegatina que representaba a un hombre, la otra, dos pegatinas: una, con la imagen de una mujer y la segunda, con la de una silla de ruedas.
En esa azotea esférica en que se encontraba mi mente, me vino en volandas la cábala –como en otras ocasiones más terrenales ante estas pegatinas–, de si en este país no habría hombres con discapacidades motoras, o si se trataba, en el fondo, de que a todas las mujeres se nos consideraba con discapacidades, por lo que entrábamos en el mismo grupo; y la tercera opción que todas conocemos. Los churretes ennegrecidos del lavabo eran tales, que me preguntaba, bajo la misma divertida ensoñación, por qué el baño estaría custodiado con llave. Me lavé las manos y procuré salir sin tocar el llavín que dejé puesto por dentro –lo que era imposible–. Debí usarlo de nuevo para dejar exentos de riesgos sus tesoros inmaculados.
En fin, en esa segunda cafetería, casi acabándome el libro ya, fui consciente de mi cuerpo, pero sólo por el sentido del tacto y el oído. Ese momento sensorial fue breve, por decisión propia, para no perder el hilo de la lectura. En esa brevedad y, como consecuencia de mi interlocución con la ceguera y la mudez de los dos personajes de mi lectura, se me hizo presente el aforismo platónico. ¡Me sentí tan agradecida!
En algún momento de esa mañana, los ojos de mi espíritu se conjuraron literariamente con los del profesor de griego del relato, para prever las dos horas imponderables que me esperaban, gracias a la sensibilidad sublime de la autora coreana. Esos ojos, los del profesor, y los ojos literarios de la autora, apartaron de mí el cáliz de mi cuerpo casi por completo. Porque era así como me sentía, dentro de una copa y al mismo tiempo despegada de ella, siendo yo sólo el dentro.
Al finalizar el libro, con la pena y el gozo, mezclados a partes iguales allá arriba, me di cuenta de que muy lejos, allá abajo, tenía los pies dormidos desde hacía largo rato. Confabulado con la burda realidad, me entró un mensaje del taller con el diagnóstico y el presupuesto. Rotura del turbo, 1.445 euros, incluida la mano de obra. Cayendo en la cuenta real de las discapacidades motoras de mi vehículo, me levanté y pagué los nadas que me había tomado.
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