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Mujer bajo el puente

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Amanece bonito, pero una mujer duerme bajo el puente.

Yo empiezo con Virginia Woolf, La libertad y el valor para escribir, mientras espero a que me cambien las ruedas del coche. 

Por no haber revisado con frecuencia el aire, se han gastado tanto las gomas, que he de cambiarlas. ¿Aprenderé de ésta? Bueno, confío en que sí. Tal vez dejándolo escrito aquí, entre gente comprometida y seria, me lo tome yo también en serio. He de pisar tierra.

Pues eso, que al estar sentada en este lugar, frente al mar, en un banco de madera reseca de un rincón cualquiera de la isla, me dispongo a la lectura de estos ensayos sobre literatura y feminismo.

La mujer bajo el puente se ha incorporado. Hace un gesto dolorido echando la espalda hacia atrás, como reajustando sus huesos. Su pelo negro parece un amasijo de cables enmarañados. Se rasca la cabeza. Estira el cuello y dirige la cara hacia el techo del puente. Vuelve a bajarla con dolor aparente.

Dos mujeres hablan detrás de mí sobre zanahorias y mascotas. ¿Podrían bajar un poco la voz, por favor? Por fin se despiden.

Un barquito pesquero, regresando de la noche, busca puerto. 

Allá en la orilla del barranco, más arriba del puente, se ve un hombre sentado ante una cueva. La ladera está llena de ojos. Hay un perro a su lado. Parece morder un trozo de algo, el hombre. Arranca un poco y se lo da a su compañero que lo devora al instante. Por sus movimientos ágiles no parece mayor, el hombre. Le llegan los primeros rayos del sol que se filtran en la ladera. La cortina que hace de puerta de la cueva se levanta con el aire y se le enreda en la cara. El perro aprovecha y se lanza a su cobijo.

La mujer bajo el puente volvió a tumbarse. Digo yo, porque solo veo el bulto.

La gente corre sola o en pareja, o airea a sus mascotas, por el paseo de madera. Atraviesan el puente. Parecen felices.

Hay otra cueva un poco más arriba aún. Me queda lejos. Percibo a un niño con un palo. Una mujer, será la madre, sale del agujero y le da agua directamente de una garrafa de ésas de cinco litros. Los ojos del barranco saben cosas. Los otros ojos no quieren.

Por la derecha, dos chicas italianas se asoman a la barandilla. Se quejan en alto del escaso tamaño de su piso y el precio del alquiler. Una lleva un peinado a lo Amy Winehouse. Revolotea una mariposa negra en torno a ella sólo. Se van pronto.

Un hombre se me coloca delante. Lleva en la mano la correa del perro que le sigue. Me pregunta la hora. Le digo las nueve treinta. Me pregunta qué leo. No le entiendo bien. Tiene acento alemán y además pasa cerca un camión de reparto con su bufido expulsagases.

El sol ya da de lleno en toda la cuenca del barranco. Pasa una bandada de gaviotas. El mar, algo más crecido y suave aún, ronronea como un gato que busca caricias entregando su lomo a las rocas.

Una pareja mayor peninsular, vestida elegante, sentada en el banco de al lado, espera a que la vengan a recoger. La mujer hace una llamada de teléfono. Está enfadada. Lleva una hora esperando, dice. Tienen una perrita blanca. Parece feliz.

El bulto bajo el puente se mueve. Un brazo sobresale de los ropajes, ¿o es una vela? Se estira y vuelve a sumergirse en su pequeño navío de telas enredadas. El cuerpo hace un intento fallido por incorporarse, apoyado en pies y manos, como una uve mayúscula invertida que se desploma y, sin pausa, toma la forma de una eme minúscula.

Yo, que me tomé al pie de la letra lo de que a las dos horas estaría listo el coche, aquí sigo cuatro horas más tarde, sentada como una lánguida ele en otro ronco rincón marinero, del mismo pueblo de la isla y frente al mismo mar.

 

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