Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Guardianes de una pureza imaginaria

Un vaho de desgana empaña el espejo de nuestras vidas. La apatía, huésped sigiloso, se ha adueñado de las estancias del alma, dejando a su paso una estela de hastío. Vagamos como sombras, absortos en la tiranía de las pantallas, insensibles al palpitar del mundo. La algarabía de la vida se diluye en un murmullo distante, mientras la indiferencia teje su telaraña a nuestro alrededor. Nos hemos convertido en funámbulos del desencanto, equilibrándonos precariamente sobre el abismo de la soledad. Esa desgana, ese cansancio ancestral, se ha instalado como un inquilino no deseado, robándonos la chispa de la vida. Nos movemos como autómatas, siguiendo rutinas vacías, sin pasión ni propósito. La alegría se ha convertido en un recuerdo lejano, un eco difuso en el laberinto de nuestra melancolía.
La empatía, esa cualidad que nos humaniza, se ha trocado en un fósil olvidado. El odio y el insulto, armas de un tiempo acelerado, nos laceran el alma. La prisa, esa deidad tiránica, nos impide detenernos a sentir, a comprender. Todo se reduce a la exigencia, a la posesión inmediata, al juicio sumarísimo. Hemos desterrado la clemencia, erigiendo patíbulos en cada esquina de nuestras conciencias. La intolerancia, vestida de justiciera, nos convierte en verdugos de nuestros semejantes. Hemos olvidado el valor de la compasión, la importancia de ponernos en el lugar del otro. Nos hemos convertido en jueces implacables, dispuestos a castigar cualquier desviación de nuestras normas. La bondad y la misericordia han sido desterradas, sustituidas por la crueldad y el desprecio.
El individualismo, ese laberinto de espejos deformantes, nos confina en soledades compartidas. El afán de protagonismo, el egoísmo disfrazado de ambición, nos ciega ante la presencia del otro. Nos hemos despojado de nuestra condición gregaria, renunciando al calor de la comunidad. Navegamos a la deriva, cual islas errantes, sin brújula ni destino. La soledad, esa loba hambrienta, aúlla en los páramos de nuestra incomunicación. Nos hemos encerrado en nuestras propias fortalezas, levantando muros invisibles que nos separan de los demás. Hemos perdido la capacidad de conectar, de compartir, de sentirnos parte de algo más grande que nosotros mismos. La soledad se ha convertido en nuestra sombra constante, un recordatorio amargo de nuestra desconexión.
En nuestra España diversa, el debate sobre las lenguas se ha convertido en una guerra de trincheras. Se confunde identidad con uniformidad, riqueza cultural con amenaza. Olvidamos que la pluralidad es el alma de nuestra tierra, el mosaico donde cada lengua, cada costumbre, aporta su tesela única. Nos empeñamos en borrar las diferencias, en imponer un canon monolítico, en negar la herencia mestiza que nos define. Somos guardianes de una pureza imaginaria, inquisidores de la diversidad. En lugar de celebrar nuestra riqueza lingüística, nos enfrascamos en debates estériles, donde el lenguaje se convierte en un arma arrojadiza. Olvidamos que las lenguas son puentes, no barreras, y que la diversidad es un tesoro que debemos proteger.
La gestión pública, presa de la inercia y la mediocridad, alimenta nuestro desencanto. La falta de valentía para encarar los problemas estructurales, la corrupción enquistada, la ineficacia rampante, erosionan nuestra confianza. Los políticos, meros administradores del tedio, se han distanciado de la ciudadanía, convirtiéndose en figuras ajenas, casi espectrales. Nos sentimos huérfanos de liderazgo, abandonados a nuestra suerte en un mundo incierto. La falta de transparencia y la opacidad en la toma de decisiones generan desconfianza y resentimiento. Nos sentimos impotentes ante un sistema que parece haberse alejado de los ciudadanos, un sistema donde la burocracia y la ineficiencia prevalecen.
Pero incluso en la noche más oscura, la esperanza titila como una luciérnaga. En el corazón del desencanto, la humanidad persiste, tozuda y resiliente. A pesar de todo, amamos, creamos, soñamos. Y en esa obstinada voluntad de ser, reside nuestra salvación. Aun en medio de la desolación, encontramos destellos de bondad, actos de generosidad, gestos de amor que nos recuerdan nuestra humanidad compartida. La esperanza, aunque frágil, sigue viva en el corazón de aquellos que se niegan a rendirse.
Quizás sea tiempo de silenciar el ruido ensordecedor de la tecnología, de abandonar la jaula dorada de las redes sociales, de volver a caminar descalzos sobre la tierra. Quizás sea tiempo de recuperar el arte perdido de la conversación, de la mirada cómplice, del abrazo sincero. Quizás sea tiempo de redescubrir la belleza de lo sencillo, el asombro ante lo cotidiano, la alegría de compartir. Quizás sea tiempo de apagar las pantallas, de salir a la calle, de sentir el sol en nuestra piel, de escuchar el canto de los pájaros. Quizás sea tiempo de volver a conectar con la naturaleza, de respirar aire puro, de maravillarnos con la belleza del mundo que nos rodea.
Quizás sea tiempo de reencontrarnos con la empatía, de practicar la escucha atenta, de ponernos en la piel del otro. Quizás sea tiempo de construir puentes en lugar de muros, de celebrar la diversidad, de reconocernos en la mirada del diferente. Quizás sea tiempo de dejar de juzgar, de criticar, de condenar, y empezar a comprender, a perdonar, a amar. Quizás sea tiempo de recordar que todos somos humanos, con nuestras virtudes y nuestros defectos, y que todos merecemos ser tratados con respeto y compasión.
Quizás, al fin y al cabo, la vida sea un viaje hacia el interior, un retorno a la esencia humana. Porque, al final, no somos más que ecos fugaces en el vasto concierto del universo, notas efímeras que resuenan en el silencio eterno. Y en ese breve instante, en esa fugaz sinfonía, reside la belleza efímera de nuestra existencia.
Sobre este blog
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