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Sobre los nombres propios de los niños

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En el mundo hispánico, por lo menos, la elección del nombre de pila de los niños (que es la parte del nombre propio que puede elegirse, porque los apellidos los impone la ley) suele estar condicionada por la mentalidad, la sensibilidad y hasta la ideología de los padres, además de por la mayor o menor presión que sobre ellos puedan ejercer los Estados. 

Los padres de mentalidad tradicional o más o menos conservadora suelen bautizar a sus hijos con los nombres del calendario o del santoral (María, Pedro, Juan, Ana, Antonio, Carmen, Carlos, Francisca, Benito, José, Sara, Guillermo…), que son los que encarnan o connotan los valores religiosos, históricos, familiares, identitarios, etcétera, de su cultura. Son nombres que sólo aspiran a identificar a la persona de que se trata, sin más intención comunicativa que nombrar. Suelen pasar de padres a hijos sin solución de continuidad para perpetuar la estirpe, dando lugar a genealogías familiares, reales, religiosas, empresariales, locales, etc., singulares, cada una de ellas con sus propias vanidades de gloria y reputación. En algunos casos, hasta con heráldica propia. Así Carlos, Felipe, Fernando, Isabel…, en el caso de las casas reales españolas; Julio, Francisco, Benedicto, Juan, Pío…, en el caso del papado; Nieves, en el caso de La Palma; Pino, en el caso de Gran Canaria; Candelaria, en el caso de Tenerife; Peña, en el caso de Fuerteventura; Guadalupe, en el caso de México, etcétera. 

Los padres de mentalidad o sensibilidad étnica suelen elegir para sus hijos nombres del pasado más o menos glorioso o mítico de su pueblo (por ejemplo: en Canarias, los guanches Doramas, Ayatima, Guacimara, Nauzet, Chaxiraxi, Yaiza, Zebenzuí, etc.; en Perú, los quechuas Antawara, Chukiwaman, Antauro, Imasumac, Ollanta, Rumiñawi, etc.; en México, los mayas Yelitza, Mactzil, Amakaya, etc., o los aztecas Anacaona, Atlacoya, Chimalma, Tlazohtzin, etcétera), que son los que, según suponen sus promotores, encarnan las raíces más profundas de sus naciones. Se trata de nombres más o menos episódicos, con escasa o nula presencia en la tradición idiomática del que los elige y que, por lo general, tienen una clara intención reivindicativa. No pretenden sólo denominar, sino también restablecer la supuesta vinculación perdida con los ancestros. 

Y los padres de mentalidad o sensibilidad moderna o esnob (frecuentemente, de extracción social humilde) prefieren denominar a sus hijos con nombres de personajes famosos (generalmente, artistas de moda), como Kevin Costner, Kimberly, Elvis, Stallone, Batman, Brandon, Greta, Dasy, McGiver, Shirley, Jefferson, Charlotte, Darwin, etcétera, o de culturas extranjeras más o menos prestigiosas o exóticas, como la vasca (con denominaciones como Ainara, Garbiñe, Idoia, Itziar, Nagore…), la árabe (con denominaciones como Aída, Amal, Zara…), la italiana (con denominaciones como Alessia, Chiara, Gianna, Stella…), la alemana (con denominaciones como Hilda, Ingrid, Kerstin, Astrid…), la griega (con denominaciones como Agamenón, Alcibíades, Ariadna, Apolinar, Berenice, Cleopatra, Panaiotis…), la judía (con denominaciones como Aleazar, Gamaliel, Miqueas, Natán…), etcétera. (mejor o peor adaptados a la fonética españolas y, a veces, con ortografía transgresora, para añadir un plus de originalidad a la mención), que son los que representan la vida glamurosa que el cine, la prensa rosa, las tertulias televisivas y el moderno Internet difunden a lo largo y ancho del planeta. Se trata de nombres meramente estéticos, que, además de denominar a las personas designadas, pretenden ponerlas a la altura del glamuroso o prestigioso personaje cuyo nombre se ha tomado prestado o de la cultura de referencia. Como si la comunidad de nombre llevara a la comunidad de prestigio, gloria y hasta riqueza. A la gente le priva remedar lo bello, lo prestigioso y lo poderoso, aunque la belleza, el prestigio y el poder imitados sean mero oropel. También en el caso que nos ocupa nos encontramos con denominaciones de modas más o menos efímeras, si no logran integrarse en el elenco de las tradicionales.  

Evidentemente, cada una de estas formas de nombrar tiene ventajas e inconvenientes. De un lado, los nombres del calendario o del santoral, por su alta frecuencia de uso, presentan la enorme ventaja de que pueden retenerse y pronunciarse con facilidad, favoreciendo de esta manera la memoria de la persona designada. Cuanto más sencillo sea el nombre de una persona, más fácilmente se viene a la boca del hablante, adquiriendo así mayor protagonismo en la sociedad a la que pertenece. De ahí los valores de “procurarse reconocimiento público” y “disfrutar de reconocimiento público” que presentan en español las expresiones hechas “Hacerse un nombre” y “Tener nombre”, respectivamente. Desde el punto de vista social, sólo existimos cuando se menciona o se recuerda nuestro nombre. 

Y, por lo mismo, presentan los nombres del calendario y del santoral dos inconvenientes más o menos graves. El primero de ellos es que son poco expresivos, porque son triviales o de Pero Grullo, lo que provoca que, con el transcurrir de los años, tiendan a ser reemplazados por otros más llamativos, de la misma o de otras tradiciones. Es lo que explica el enorme retroceso que han experimentado en los últimos tiempos antropónimos de siempre como Carmen, Antonio, Francisca o Bartolo, por ejemplo. En los cambios onomásticos, se encuentra en muchas ocasiones la clave de los cambios de sensibilidad de las generaciones. La misma sustitución de nombres españoles como Isabel, Juan o Antonio por los nombres ingleses Elizabeth, Jonny y Tony, por ejemplo, tan frecuente hoy, implica un cambio de sensibilidad: el cambio de una sensibilidad orgullosa de los valores hispánicos por una sensibilidad que confiere más prestigio a la cultura anglosajona. Y la segunda es que, como se repiten mucho en los mismos contextos familiares, laborales, institucionales o religiosos, provocan incómodas o enojosas confusiones, que suelen resolverse mediante procedimientos más o menos ingeniosos, como hipocorísticos, motes, apellidos, patronímicos, gentilicios o números ordinales (cuando designan reyes o papas). De ahí esa curiosa coplilla popular canaria que nos indica cómo suelen resolverse estas incomodas coincidencias onomásticas los insulares: “En la casa en que hay tres Juanes, / ¿cómo se podrán llamar?: / Juanito, Juan y Juanillo; / Juanillo, Juanito y Juan”. 

De otro lado, tanto los nombres étnicos como los glamurosos, por su propio exotismo, tienen la ventaja de que son altamente expresivos, al tiempo que presentan el inconveniente de su extrañeza formal y semántica, con tres consecuencias más o menos graves para el desempeño de su función identificadora. La primera es que son difícilmente recordables y pronunciables por los hablantes de las lenguas que los adoptan, lo que perjudica enormemente el conocimiento y hasta el reconocimiento de las personas que designan. Los nombres raros se olvidan irremediablemente porque cuesta mucho esfuerzo mantenerlos vivos en la memoria. La segunda consecuencia es que resultan más o menos chocantes con los apellidos y las fórmulas de tratamiento de la lengua receptora, que son, obviamente, de su propia tradición. Combinaciones como doña Chukiwaman, señor Stallone, don Batman, McGiver Heredia Montesinos o Darwin José, por ejemplo, resultan un tanto chocantes y hasta cómicas en español, porque mezclan elementos de tradiciones lingüísticas y culturales que no pegan ni con cola, sin que eso signifique que sean agramaticales, porque la sintaxis del nombre propio, que, en su base, es un mero identificador, lo admite todo. Y la tercera consecuencia que implica la extrañeza formal y semántica de los nombres que comentamos es que se convierten en anacrónicos con relativa facilidad, por ser producto de modas más o menos pasajeras, lo que resiente un tanto el buen nombre de su poseedor. 

En síntesis, que es verdad que el nombre de pila debe ser original y, a ser posible, bello, para que singularice a su titular y hasta lo destaque del resto de sus congéneres, pero no menos verdad es que, por una parte, conviene que ese nombre sea fácil de recordar y pronunciar, para favorecer su uso, porque la persona cuyo nombre no se recuerda ni se usa es como si no existiera, y, por otra, debe evitarse caer en veleidades infantiles a la hora de elegirlo, porque es para toda la vida, y no sólo para los efímeros años de la angelical infancia.

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