Espacio de opinión de Canarias Ahora
El salvaje moderno
“Todo está en los libros” proclamaba con razón la sintonía que encabezaba el programa cultural “Negro sobre blanco”, que presentó en la televisión pública española el escritor madrileño Fernando Sánchez Dragó durante más de siete años. Y no es sólo que todo lo que conocemos los humanos se encuentre en esos artificios compuestos a base de letras sometidas a orden geométrico (que constituyen el invento más genial de la historia de la humanidad) que son los libros, sino que son ellos mismos, unidos a otras obras de arte, como la pintura, la música, el teatro, el cine, etc., quienes nos han hecho a su imagen y semejanza; que estamos fabricados de la materia de los libros; que somos personajes de libros, como quería don Miguel de Unamuno.
Las creencias que profesamos sobre nuestro cuerpo y los órganos que lo constituyen, sobre la flora y la fauna que nos rodea, sobre el medio físico de la tierra, el mar y el cielo, sobre las leyes que gobiernan los pueblos, etc.; los sentimientos de amor y odio que nos embargan; las impresiones estéticas que despiertan en nosotros las personas, los animales, las cosas y los paisajes que observamos; los escrúpulos morales que condicionan nuestros actos, etc., no están determinados por la naturaleza o la biología ni por ningún Dios omnipotente, como es habitual creer, sino por los libros que nos ha legado la tradición, que la han construido de forma dialéctica.
Nuestro mundo es el resultado de un diálogo científico y estético complejo; el resultado de un impulso colectivo. Como decía el biólogo español Faustino Cordón, al contrario que los animales, los seres humanos no vivimos en el mundo físico, sino que vivimos en un mundo simbólico, en el mundo simbólico que hemos construido nosotros mismos con las palabras de la lengua que hablamos. La Biblia, los Diálogos de Platón, la Lógica, la Física, la Poética, la Retórica, etc., de Aristóteles, los Diálogos de Séneca, la Divina Comedia de Dante, el Quijote de Cervantes, los Principia mathematica de Newton, la Crítica de la razón pura de Kant, el Origen de las especies de Darwin, Las flores del mal de Baudelaire, El crítico como artista de Wilde, El Capital de Marx, Las ecuaciones del campo de la gravitación de Einstein, etc., son quienes realmente han creado al hombre moderno; incluso a aquellos que no han tenido trato directo con estas obras, sino que han recibido su influjo y efecto a través de aquellos que las han leído. Antes de Aristóteles no había agentes, causas, instrumentos o finalidades en el mundo, como antes de Darwin no había teoría de la evolución o antes de Kant, categorías del entendimiento.
No hay humanidad fuera de la tradición, al contrario de lo que piensa el salvaje moderno, sobre todo el surgido al amparo de las nuevas tecnologías, que, envalentonado con el poder material de sus artefactos, niega autoridad a los libros y a las personas que los han escrito, con el mantra de que el llamado “mundo digital” es un mundo nuevo, que nada tiene que ver con el pasado. “Lo que está en los libros es mentira”, he oído decir más de una vez a ilustres indocumentados, que más que hablar rebuznan, como ponen de manifiesto los géneros musicales que les alegran las pajarillas. De ahí lo patético de esos zafios tecnócratas y personajillos de tertulia que alardean orgullosamente de que no han leído un libro en su vida. Bien les vale que lo hayan hecho los otros por ellos.
La afirmación de que el mundo digital o virtual es ajeno a los libros es una verdadera tomadura de pelo. La identidad de eso que llaman hombre digital es la misma que la del llamado hombre analógico, si dejamos al margen los aspectos más periféricos y superficiales de la cultura. Y ello porque el mundo humano, que es el mundo de la libertad, no de los instintos, no puede basarse en otros parámetros que los tradicionales, porque sólo construyendo sobre la tradición es posible la civilización. “Todo lo que no es tradición es plagio”, decía, con toda la razón del mundo, el escritor catalán Eugenio D’Ors. Aunque reniegue de los libros, también el homúnculo moderno es una creación de la letra. Por eso, cuando habla, habla con los mismos conceptos, categorías y prejuicios que el hombre tradicional, aunque no cite sus fuentes, ora por ignorancia, ora por mala fe. Y, cuando no se expresa en términos tradicionales, entonces su discurso es un galimatías, un esperpento o un absurdo.
Lo que han inaugurado los yanquis de Silicon Valley y sus secuaces no es un mundo nuevo, sino una forma nueva de tratar los datos de la tradición; una moda que, por la enorme capacidad de difusión y el fácil acceso a todo el mundo (incluso, a los analfabetos) que tiene, puede devolver al hombre a las cavernas (como ponen de manifiesto las llamadas “fake news” y los esperpentos de la llamada “inteligencia artificial”), si no aprende a usarla con responsabilidad y decencia.
Y esta identidad o forma de ser, pensar y sentir que nos han legado los libros es una identidad o forma de ser, pensar y sentir no estática, sino dinámica o histórica, sometida siempre a los vaivenes de la vida y a los cambios que introduzcan los poetas, los narradores, los pensadores, los artistas, los políticos, los historiadores, los científicos, los místicos, etc., del futuro. La identidad del hombre no es para siempre, al contrario que la muerte. Es cambiante, porque es viva, y la vida implica movimiento o acción.
Lo que quiere decir que los dioses, los verdaderos dioses de los hombres, no son criaturas sobrenaturales o metafísicas, sino los hombres y las mujeres mismos, con nombres y apellidos, que han escrito los libros que los han creado. Así, uno de los dioses más importante de los españoles es Cervantes; de los portugueses, Camoens; de los italianos, el Dante; de Chile, Ercilla; de los judíos, la Biblia; de los majoreros, Unamuno, porque a ellos se debe en buena medida la identidad de la España, el Portugal, la Italia, el Chile, el pueblo judío y el pueblo de Fuerteventura modernos, respectivamente.
De todo lo dicho se deducen al menos cuatro imperativos cívicos básicos para el buen funcionamiento de una sociedad libre o democrática:
Primero, la necesidad de aprender a leer bien, para poder descifrar personalmente los textos que nos explican, evitando así las tergiversaciones de los intermediarios (Estado, iglesias, poderes económicos…), más o menos interesados en adulterarlos para ponerlos a su servicio y manipular a la gente. Para ser libre es fundamental saber leer de forma comprensiva. Por eso es tan grave la actual precariedad de nuestro sistema educativo, que tanto tiempo pierde en inculcar en los niños los dogmas políticos, sociales, económicos, culturales, religiosos y sexuales de los que gobiernan, en lugar de enseñarlos a leer y escribir de forma independiente, para que tengan acceso directo a los textos de su cultura y sean libres.
Segundo, la necesidad de promocionar la lectura para conocer el verdadero origen del mundo (de nuestro mundo), tal y como han hecho siempre los grandes hombres. “Os ruego que leáis a Demóstenes y a Cicerón; y si los retóricos os disgustan, porque su arte consiste más en decir lo inverosímil que lo verdadero, leed a Platón, a Teofrastro, a Jenofonte, a Aristóteles y a todos los que después de haber leído a la fuente de Sócrates, sacaron de ella diversos arroyos”, aconsejaba San Jerónimo a sus fieles. Obligación de todo buen maestro es recomendar a sus discípulos los libros más trascendentes de la historia de la humanidad, y no sólo los de su ámbito territorial más inmediato.
Tercero, la necesidad de defender los libros de los enemigos de la cultura y la civilización, tan dados a destruirlos, quemarlos, manipularlos o desprestigiarlos, impidiendo el acceso directo a ellos. La quema de bibliotecas (Pérgamo, Alejandría, Letrán, Córdoba, Granada, Sarajevo…) y archivos (gran parte de los archivos de Canarias fueron quemados por piratas) ha sido siempre una constante en la historia de la humanidad. Saben perfectamente los tantos tiranos de todas las layas que hay por el mundo que los libros son un obstáculo para aherrojar a las gentes, porque siembran en sus cabezas y en sus corazones la semilla del pensamiento y la libertad. Lee libros (los libros grandes) y serás libre.
Como vimos más arriba, en la actualidad, los enemigos más acérrimos de los libros son determinados tecnócratas, que, encerrados autistamente en su mundo digital, rezuman un desprecio olímpico hacia ellos. Nunca la cultura, la cultura con mayúsculas, ha estado más amenazada que en los tiempos que corren, con los fanáticos de la cacharrería actual (muy útil desde el punto de vista instrumental o externo, pero absolutamente perversa desde el punto de vista espiritual o interno) cada vez más desmelenados. No hay artefacto que pueda suplantar la vida, porque la vida es una función biológica y espiritual que tiene que vivirse personalmente.
Y, cuarto, la necesidad de reconocer la autoría de las personas que han creado los libros (es decir, los autores), por dos razones distintas. De un lado, por consideración y agradecimiento hacia “aquellos que dieron al mundo su edad más activa y floreciente” en la soledad que implica siempre todo proceso creador, como dice Montaigne. De otro, para poder entender el proceso histórico que nos ha creado. De ahí que sea el plagio, esa práctica mezquina y baja de intentar hacer pasar por de uno lo que es de otro, uno de los delitos más graves del mundo civilizado. Hay que enseñar a la gente (especialmente a los alumnos) a respetar la autoría de las cosas. No por razones económicas o de vanidad personal, sino por razones culturales.
Debe reconocerse la aportación que ha hecho cada cual a la historia de la humanidad porque sólo así podremos entender el proceso histórico, generalmente dialéctico, que nos ha conducido hasta donde nos encontramos. Eso es lo que se llama cultura desde la Edad Media, que hay que defender por encima de todo, en particular, en unos momentos de desorientación como los actuales, donde la ignorancia y el analfabetismo avanzan a pasos agigantados. En este aspecto, es un deber moral denunciar la zafiedad y arrogancia de muchos divulgadores y eso que el mundo moderno llama influencers, voraces plagiarios, que vierten de forma más o menos adulterada en videos, podcast, etc., los conocimientos que tanto ha costado establecer a lo largo de la historia con el esfuerzo de todos, sin la más mínima mención a sus verdaderos autores, como si fueran producto de su escasamente cultivado magín o hubieran surgido por generación espontánea, como las florecillas del campo.
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