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Reflexiones sobre la ley de responsabilidad penal del menor y la necesidad de recursos en los centros de cumplimientos de medidas judiciales
Es fundamental diferenciar entre los centros de protección de personas menores de edad y los centros de cumplimiento de medidas judiciales para jóvenes en conflicto con la ley. Los primeros están destinados a la acogida de niñas, niños y adolescentes en situación de desamparo, mientras que los segundos son recursos especializados para aquellos que han cometido delitos y sobre quienes se han impuesto medidas judiciales. Esta distinción es clave para comprender la naturaleza del debate sobre la Ley de Responsabilidad Penal del Menor y los recursos necesarios en estos centros.
El reciente asesinato de una educadora social en un piso de cumplimiento de medida judicial de Badajoz a manos de tres personas menores de edad ha reabierto el debate sobre la eficacia de la Ley Orgánica 5/2000 de Responsabilidad Penal del Menor y la necesidad de reforzar los recursos en estos centros. La tragedia ha puesto de manifiesto una problemática compleja que involucra tanto la respuesta penal a los delitos graves cometidos por personas menores de edad como las condiciones en las que trabajan los y las profesionales que los atienden.
La Ley Orgánica 5/2000 parte de un enfoque basado en la reeducación y la reinserción, entendiendo que las personas menores de edad tienen mayor capacidad de cambio y que las medidas deben priorizar su desarrollo integral. Sin embargo, este modelo es constantemente cuestionado cuando se producen delitos graves, como homicidios o agresiones con resultado de muerte. En estos casos, la sociedad suele demandar medidas más punitivas, mientras que los expertos en justicia juvenil insisten en que endurecer las penas no es necesariamente la solución. Ahora, estos infractores cumplirán una medida en régimen cerrado, lo que pone nuevamente en discusión el equilibrio entre sanción y reinserción.
La reeducación de personas menores de edad en conflicto con la ley es un pilar fundamental para evitar la reincidencia y lograr una reinserción efectiva. Las personas menores de edad infractoras provienen, en muchos casos, de entornos de alta vulnerabilidad, con carencias afectivas, educativas y sociales que han condicionado su desarrollo. Castigar sin ofrecer alternativas reales de cambio no solo no resuelve el problema, sino que lo agrava, perpetuando ciclos de delincuencia y exclusión social. Una intervención adecuada, basada en la educación en valores, el refuerzo de habilidades sociales y la inserción laboral, es la única vía para transformar estas realidades.
Sin embargo, hoy en día, este trabajo educativo se ve obstaculizado por un contexto social en el que la violencia y la criminalidad se han normalizado. Las redes sociales, las películas, los medios de comunicación y algunos discursos sociales han banalizado los delitos, promoviendo en muchos casos una cultura de la impunidad y el desprecio por las normas. Muchas personas menores de edad crecen sin referentes positivos, expuestas a modelos de conducta que glorifican la delincuencia como una vía de éxito o reconocimiento social. Esto dificulta enormemente la labor de los educadores y trabajadores sociales, quienes deben enfrentarse no solo a las circunstancias personales de las personas menores de edad, sino también a un entorno que refuerza actitudes antisociales.
Más allá del debate sobre si la legislación debe reformarse, lo que este caso evidencia de manera alarmante es la precariedad en la que operan muchos de estos centros. La víctima había denunciado episodios de violencia previos y la falta de seguridad en el centro donde trabajaba, un factor que posiblemente contribuyó al desenlace fatal. Esto nos lleva a cuestionarnos si realmente el problema reside en la ley o en la falta de recursos para garantizar su correcta aplicación.
En este sentido, el refuerzo de los recursos humanos y materiales en los centros de cumplimiento de medidas judiciales parece ser una necesidad más inmediata que la reforma legal. La ausencia de personal suficiente, la falta de seguridad y la escasa inversión en formación para los y las profesionales agravan los riesgos, tanto para las personas menores de edad como para quienes trabajan con ellas. Aumentar la dotación presupuestaria permitiría mejorar las condiciones laborales y proporcionar herramientas más eficaces para la intervención con jóvenes en situaciones de alta vulnerabilidad y conflictividad.
Un aspecto que no puede ignorarse en este debate es la alta incidencia de problemas de salud mental entre los y las jóvenes infractores. Muchas de estas personas presentan trastornos psicológicos graves, como trastornos de conducta, problemas de regulación emocional, adicciones o incluso enfermedades mentales diagnosticadas o no, que no siempre reciben el tratamiento adecuado. El sistema actual no cuenta con suficientes recursos especializados para atender esta realidad, lo que dificulta enormemente su proceso de reeducación. Es fundamental que existan centros de cumplimiento de medidas judiciales con un enfoque terapéutico, donde estos jóvenes puedan recibir atención psicológica especializada, intervención psiquiátrica y programas de rehabilitación que atiendan sus necesidades de salud mental de manera integral.
El colectivo profesional que atiende a estos jóvenes en conflicto con la ley ha expresado en múltiples ocasiones su preocupación por las dificultades a las que se enfrentan diariamente. Educadores y educadoras sociales, psicólogos y psicólogas, así como trabajadores y trabajadoras sociales denuncian que trabajan en condiciones precarias, con ratios de atención insuficientes y sin el apoyo necesario para realizar intervenciones efectivas. Muchas personas profesionales han alertado sobre la falta de formación específica para abordar situaciones de violencia extrema y la ausencia de protocolos de seguridad adecuados en los centros. Su testimonio es clave para comprender que el problema no radica únicamente en la normativa, sino en los medios con los que se cuenta para aplicarla correctamente.
La situación en Canarias presenta particularidades que también deben ser analizadas en este contexto. A diferencia de Extremadura, aquí existen dos centros de internamiento para personas menores de edad en conflicto con la ley y diversos hogares de convivencia. Sin embargo, los desafíos son similares: falta de personal, sobrecarga de los y las profesionales y carencias en infraestructuras que dificultan la intervención efectiva con las personas menores de edad. Es fundamental que se adapten los recursos a la realidad de cada territorio, garantizando que tanto los centros de internamiento como los hogares de convivencia cuenten con las herramientas necesarias para atender a los y las jóvenes de manera integral y segura.
No obstante, esto no significa que la normativa no deba revisarse. Es fundamental evaluar si las medidas actuales son adecuadas para abordar casos de extrema violencia y si se requiere una mayor diferenciación entre los perfiles de personas menores de edad infractoras, de modo que aquellas que cometan delitos de extrema gravedad reciban una respuesta proporcional que garantice la seguridad de la sociedad sin renunciar al objetivo de la reinserción.
La tragedia de Badajoz debe servir como un punto de inflexión. Antes de precipitarse en modificar la legislación con medidas más punitivas, es imprescindible dotar de los recursos necesarios a los centros de cumplimiento de medidas judiciales, asegurando tanto la protección de los y las profesionales como la efectividad de los programas de intervención. Sin un sistema de protección fuerte y bien estructurado, cualquier cambio legislativo será insuficiente para prevenir futuras tragedias.
Desde estas líneas, quiero expresar mi más sincero pésame a la familia, amistades y compañeras y compañeros de la educadora social asesinada. Su labor y compromiso con la reeducación de personas menores de edad en conflicto con la ley no deben ser olvidados, y su pérdida debe servir para replantearnos la urgencia de mejorar las condiciones en las que se desarrolla esta necesaria e imprescindible labor psicosocioeducativa.
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