Extranjera

“Existe una medusa que cuando llega a vieja puede parirse a sí misma y recomenzar su vida”, le dice Eleonora Cruz a su papá, que camina delante de ella. Apura el paso, se pone a la par, sigue: “Y los científicos dicen que quizás en un futuro las mujeres podamos hacer eso… ¿te imaginás?”, pregunta. Él sin mirarla contesta: “¿Qué cosa?”. “No morir y recomenzar la vida una y otra vez”, responde, pero al instante se arrepiente del comentario.
Es la madrugada de un lunes. Diez minutos antes se encontraron en una esquina y se saludaron sin besarse. Ahora camina al lado de ese hombre que lleva puesta una campera verde aunque no esté fresco y un sobre de papel madera en la mano. Eleonora todavía no sabe bien qué pasa, pero lo acompaña, igual que siempre. Esta vez al hospital. Él retoma lo que decía antes de que ella lo interrumpiera: “¿Te acordás de Blanca?, la hermana de tu abuela”, aclara como si hiciera falta. Odia que diga así: “tu abuela”, “tu hermano”, “tu madre”, como si la responsabilidad fuera solo suya. “Llegué hace unas horas de la costa porque estuve en su casa festejando su cumpleaños de ochenta”. Le cuenta que justo en el momento del brindis recibió el llamado de una vecina que había encontrado a Emma desmayada en el piso. “¿Y no te dijo por qué se había desmayado?”, pregunta; él niega con la cabeza. Explica que no volvió apenas recibió el llamado porque era tarde y estaba lejos. Tampoco le dijo nada a Blanca para que no se hiciera mala sangre; además, agrega como para sí mismo: “Hace años que no se ven”. “Agarrar la ruta en ese momento hubiera sido una locura, ¿o no?”, se justifica. Su papá sigue hablando. Quizás es la culpa la que lo hace hablar tanto. Tiene la impresión de que da igual si le contesta o no. Así que solo se limita a hacer sonidos de aprobación mientras imagina que a esa hora su hijo debe estar despertándose, con las mejillas enrojecidas, los ojos achinados de sueño y ese olor a transpiración en el cuello que tanto le gusta. Siente una mano en el hombro y frena en la esquina. Un colectivo acelera por la calle haciendo un ruido insoportable. El cielo empieza a clarear y aparecen los primeros movimientos en los negocios de la avenida. Su papá, agitado, le dice que entren por la guardia así no dan la vuelta. Eleonora estaba convencida de que nunca más iba a volver a ese hospital. Con la punta de los dedos toca la cicatriz rugosa que tiene en el labio. Pasaron quince años de su última operación. La primera vez fue cuando tenía horas de vida. Estuvo conectada con cables y tubos en una incubadora porque la radiografía había mostrado que no solo había nacido con el labio abierto, sino que también tenía un tajo negro en el paladar y en la nariz, como una herida sin cerrar.
“Hacía mucho que no venía”, dice mientras cruzan, pero su papá no la escucha. Se meten por la guardia. En la sala de espera no hay nadie. A medida que avanzan por el pasillo la luz es más fría y el olor a desinfectante se le mete en la garganta. Se sorprende con el deterioro de las paredes. Los mismos bancos de madera, los mismos mostradores, hasta los vidrios de las ventanas siguen rajados y sucios. Cuando llegan al ascensor hay un papel pegado: “No funciona, suba por escalera”. Lo hacen. Su papá sigue adelantado. Parece saber adónde ir. Ella dice: “Venir acá me trae recuerdos”, y unos escalones más arriba su papá le pregunta: “¿Qué?”, y ella lo repite más fuerte. “Ah, sí, a mí también”, contesta y abre la puerta del quinto piso.Un pasillo también vacío en el que solo se escucha el rumor de los tubos de luz del techo. Lee los carteles que indican las especialidades, los quirófanos, las habitaciones. En alguna de esas habitaciones, cuarenta años atrás, su mamá gritaba “¿Qué tiene mi hija? ¿Por qué nació así?”, mientras el médico y la partera intentaban calmarla. Desde que nació, a Eleonora la operaron una vez por año. Primero hubo que cerrar el labio y el paladar, después ensanchar las fosas nasales para que respi rara al cien por ciento, levantar la punta de la nariz, dibujar la curva del labio herido y hacer la ortodoncia. En total fueron veinticinco operaciones entre bandejas con puré de verduras, pollo hervido, gelatina, medicación de las ocho, de las cuatro, cambios de turno y anestesias.
Llegan a la puerta de la habitación 501 y cuando intentan entrar un enfermero vestido de verde les bloquea el paso. El horario de visita empieza a las nueve, faltan más de dos horas. La mira fijo a Eleonora. Mandíbula cuadrada, cejas anchas, ojos marrones. El tono de voz grueso le da cierto encanto, cierto misterio. Su papá estira un poco el cuello para certificar si Emma está ahí adentro y con el movimiento se le cae el sobre al piso. Se desparraman fotos, cartas y documentos, papeles viejos que Eleonora ni imagina para qué llevó. Su papá chasquea la lengua, se agacha y se pone a juntar mientras el enfermero y ella se quedan mirando cómo ese hombre desalineado y nervioso guarda las cosas de rodillas. Su desesperación y torpeza dan pena. Debería ayudarlo quizás, pero lo único que hace es sonreírle al enfermero. Sonríe como cuando su hijo la avergüenza frente a alguien. Finalmente su papá se levanta y empieza a caminar para la escalera. Ella lo sigue. Desandan el mismo pasillo entre camillas, sillas de rueda y carritos con instrumentos.
Más allá de la impresión que le daba, su mamá siempre se ocupó de todo. Estudios, radiografías, muestras de sangre y orina, firma de órdenes, compra de remedios. Conoció médicos, cirujanos, pacientes y enfermeras y con el tiempo se hizo conocida dentro del hospital como “la mamá de la nena leporina”. Su papá habla por teléfono. En algún momento sacó el celular y llamó a alguien que no tardó en contestar del otro lado. “Te mantengo al tanto”, dice, corta y guarda el teléfono. Por el tono se da cuenta de que era Santiago. Usa ese tono tímido cuando habla con él. Como si pedirle algo fuera vergonzoso. Al hijo predilecto no le dijo que ella lo acompañaba. Seguro que no puede venir porque está ocupado. No recuerda en qué momento se convirtió en mandato familiar protegerlo. De chicos la especial siempre fue ella. Pero a medida que el tajo cicatrizaba, fue perdiendo ese lugar.
Cuando bajan las escaleras él le pregunta si se tiene que ir, si tiene que hacer algo. No sabe qué responder, porque es verdad, en ese momento debería estar en la que era su casa hasta hace unas semanas, despertándose al lado del que era su marido, llevando a su hijo al colegio, abriendo el local de telas en el que trabajó siempre, pero como el local cerró y está recién separada, está ahí pensando qué contestarle a su papá. Así que le miente y le dice que sí, que tiene que hacer varias cosas, pero que puede suspenderlas porque prefiere acompañarlo.
Entran al bar del hospital y van directo al mostrador. Detrás solo hay una chica con cofia blanca sentada en una banqueta. Su papá le pregunta qué quiere tomar y llega ese momento en la vida de Eleonora que se repite cada vez que entra en un bar y alguien le pregunta qué toma. Nunca agua con gas, ni una coca, ni un jugo, ni un café. Desde que se fue de la casa, hace exactamente treinta días y ocho horas, que no toma un trago. Ni siquiera la primera noche que durmió sola. Le quiere de mostrar a su ex que está equivocado, que domina su voluntad y que elige cuándo, dónde y con quién hacerlo. Por un segundo duda. Busca con la mirada si hay algo, pero su papá pide fichas para el café de la maquina y se sientan.
En la mesa, frente a frente, él apoya el sobre, desenfunda los anteojos y empieza a sacar los papeles que se le cayeron hace un rato. Dice que tuvo que pasar por la casa de Emma a buscar el documento, la partida de nacimiento y que los en contró de casualidad en ese sobre en el que también hay fotos y papeles viejos. Mientras su papá revuelve, Eleonora agarra una foto en blanco y negro en la que se ve a dos chicas subidas a un árbol. Miran a cámara, se sostienen de la rama para no caerse. Están parecidas, con vestidos y zapatos con cordones. Detrás de ellas se ve un alambrado y un extenso descampado que parece no tener fin. “Era salvaje tu abuela”, dice su papá y señala a la chica más grande de pelo corto enrulado y labios finos. “La otra, la más linda, es Blanca, la hermana que cumplió ochenta”, dice señalando a la de pelo largo y flequillo. Busca otra foto y se la pasa. Hay un hombre de pie, vestido con una musculosa clara y un pantalón como de jersey. Tiene los dedos entrelazados por delante, el peso del cuerpo sobre la pierna izquierda, un bigote fino y los ojos rasgados por el reflejo del sol. Al costado hay un árbol, supone que es el mismo de la otra foto, y debajo, una mesa con botellas de vino. Su papá señala a ese hombre que Eleonora no había visto nunca y le dice que es su bisabuelo Vorvá. Después se saca los anteojos y le confiesa que en el cumpleaños Blanca finalmente le contó por qué ella y Emma estaban distanciadas. Cortaron la torta y brindaron mientras él trataba de entender eso que Blanca le había dicho, y entonces vio que en su teléfono tenía las llamadas perdidas de la vecina. Su papá sonríe y dice: “Santiago me dijo que parecía una novela”.
Después guarda todo dentro del sobre y termina el café. Eleonora sabe que ese silencio podría ser peligroso, le podría preguntar por su hermano, si hace mucho que no lo ve, si siguen peleados, así que se anticipa y cambia de tema. Le dice que nunca había visto a su bisabuelo. Él contesta que tampoco lo conoció, pero que Emma de vez en cuando lo nombraba. Vorvá, así le decían. Lo poco que sabe es que se escapó de la guerra y que llegó a la Argentina de casualidad. Que después, como todo turco, empezó vendiendo cosas con un carro y que así construyeron la casa, la huerta y los corrales en el fondo. Eleonora le pregunta por qué lo llamaban así, pero su papá no sabe qué decir. Definitivamente está con la cabeza en otro lado.
Cuando vuelven a la puerta de la habitación 501 hay un hombre de ambo blanco con un listado en la mano. Su papá se acerca y le consulta por Emma. Él lo mira desconfiado y le pregunta por el apellido. Revisa la lista y le dice que los datos no están, pero que sí la recuerda, porque fue el último ingreso de su turno. Se dan la mano y el médico le pregunta por su vínculo con la paciente. Eleonora repara en la gota de transpiración, redonda y perfecta, que tiene su papá en el pómulo derecho cuando dice: “Soy el hijo”. Tiene el impulso de secarla, pero no hace nada. Después su papá quiere saber qué fue lo que le pasó, agrega que tiene los documentos de ella para ha cer los trámites de internación. “La paciente se desmayó por la obstrucción de una vena en el cerebro, se cayó y se fracturó el cráneo contra el piso. Apenas llegó la operaron pero está en coma. Hay que esperar para ver cómo evoluciona. Por su edad, podría ser una situación delicada”. Eleonora no se acuerda de cuántos años tiene Emma, calcula que será cinco o seis mayor que Blanca, supone que tendrá ochenta y cinco, ochenta y seis. ¿Hasta qué edad debería vivir una persona? Después el doctor le pregunta si Emma vive sola, y él susurra que sí, con culpa o vergüenza. El doctor lo mira unos segundos y le dice que hay que ser paciente y saber que, a partir de ese momento, Emma debe estar siempre acompañada.
En la habitación hay cuatro camas y una ventana por la que se asoman las ramas peladas de un árbol. El olor a pis mezclado con lavandina la obliga a respirar por la boca. De las cuatro camas, tres están desocupadas y en la última, la que está cerca de la ventana, hay una señora entubada a la que se acercan en silencio.
La piel de Emma está tan pegada al hueso que su aspecto es cadavérico. Impresiona verla así de vieja y demacrada. Una venda amarillenta le cubre parte de la cabeza y sus párpados parecen sellados. Tiene un tubo en la boca, una sonda en uno de los brazos y el monitor cardíaco que marca la frecuencia con pequeñas ondas. En la cabecera hay un tablero con botones y perillas y al costado una mesa de luz. Un papel pegado en la pared dice: “No llevarse las sábanas de los difuntos. Deben quedarse en el servicio hasta que el personal lo retire para su lavado”.
Su papá la saluda con un tono infantil, diferente al que usa con Santiago. Diferente al que usa con ella. Podría calificarlo como el tono de un niño culposo. Eleonora no conoce mucho a Emma. Sabe cosas que su papá alguna vez le contó de cuando era chico. Que si se portaba mal ella lo obligaba a arrodillarse sobre granos de maíz en un rincón de la casa o que si mentía le pegaba con una varilla de madera en las yemas de los dedos o que una vez lo encerró en un colegio pupilo durante las vacaciones de verano. Sabe que él se crio solo con ella porque su papá, un soldado español, los abandonó cuando él tenía diez años y lo único que le dejó fue el apellido Cruz. Y la anécdota que siempre contaba, que a la hora de la siesta a Emma la visitaban hombres que se encerraban en la pieza y que él desde la suya escuchaba el rechinar de la cama y el latigazo del elástico de la bombacha sobre la piel.
La última vez que Eleonora la vio tendría veintidós años. Un domingo al mediodía que fue con su papá y Santiago a almorzar a su casa. Esa casa donde había vivido toda la vida, donde su papá había nacido. La encontraron en la cocina escurriendo garbanzos mientras se quejaba de la vecina porque, según ella, le quería envenenar los bichos. Estaba muy maquillada, tenía los pómulos colorados, las pestañas arqueadas de rímel, los párpados turquesa. Tenía ruleros, aros de chapa que le estiraban las orejas y olía a colonia o a perfume barato. Cuando pitaba el cigarrillo con la comisura de la boca, manchaba el filtro con pintalabios rojo. En un momento les pidió a Santiago y a ella que la acompañaran al fondo. Se limpió las manos en el delantal, sacó un cuchillo largo de un cajón y se lo metió en la cintura. Para ellos ese fondo era como una especie de zoológico abandonado. Había conejeras vacías, pajareras, un chiquero y un gallinero. Fueron directo al chiquero, ella abrió el corral, echó una ojeada rápida y arrinconó al chancho más chiquito. Este empezó a chillar como un bebé, ella lo aprisionó entre las rodillas, sacó el cuchillo y le cortó la garganta. El cuerpo del chancho se empezó a sacudir en espasmos hasta que en un momento quedó tirado sobre la tierra. La sangre brotaba formando un charco alrededor de la cabeza, y ella pitaba su cigarrillo esperando a que terminara de desangrarse.
Ahora, a ese cuerpo inerte, el hombre de campera verde le pregunta cómo está, cómo se siente, con ese tono aflautado, y se queda en silencio como si realmente esperara una respuesta. Se acerca, le besa la venda de la frente y se vuelve a incorporar.
“Mirá con quién estoy”, dice con una sonrisa forzada y señala a Eleonora. Está como ido. Por último le susurra que se va a poner bien, que va a mejorar y le acomoda la sábana arropándola. Afuera de la habitación, una voz llama por altoparlante a un médico y se escucha el murmullo de la gente que camina por el pasillo.
Nadie sabe qué es lo que sucede en ese territorio oscuro y desconocido, piensa Eleonora, nadie sabe cuáles son las leyes que rigen al traspasar las puertas del coma. Qué misterio. Tal vez rijan las mismas leyes que hay acá, imagina. Eso sería espeluznante. Aunque visto de otro modo, lo bueno de estar así es que tiene la posibilidad de tomarse vacaciones de una misma. Y eso en algún punto le genera envidia. Se acerca para tocarle la mano y en el momento que se inclina, ve que los párpados le tiemblan. Un movimiento imperceptible como el aleteo de una mosca, del que está segura que su papá ni se dio cuenta. Se aleja, le da espacio. Por un momento cree que Emma va a abrir los ojos, que se va a despertar, pero también, piensa, podría ser un reflejo del cuerpo.
Alguien golpea la puerta y pide permiso del otro lado, en tra el mismo doctor que habían visto hace un rato. Tiene un aura diferente, su cara está iluminada, irradia una sonrisa de dientes blancos parejos y se mueve con seguridad. “¿Todo bien por acá?”, pregunta con la liviandad de un semidiós recién descendido del cielo. La barba prolijamente afeitada, los ojos verdosos sobre los pómulos marcados y el pelo entrecano un poco despeinado le dan cierto toque juvenil. Se acerca hacia ellos y le da unas palmaditas en las piernas a Emma como si fuera una nena. Controla el suero y chequea el tablero de la cabecera. Su papá le pregunta cómo está y el médico dice que el electroencefalograma que le hicieron dio normal, las ondas estaban un poco bajas, pero que era de esperar dado el fuerte golpe que tuvo. “Mirándola así, uno piensa que solo falta que se despierte”, dice su papá con ese tono infantil detestable. “Estaba agitada, tuvimos que darle un poco más de calmante y ahora estamos dejando la presión alta para ver si llega sangre al cerebro, veremos cómo responde”, contesta la divinidad de nombre F., como indica la plaquita pegada en su pecho. ¿Fa cundo? ¿Fernando? ¿Fabián? ¿Federico? Ninguno de los dos repara en la presencia de Eleonora.
“Los estudios están bien, pero está en coma”, cierra el médico y su papá resopla y chasquea la lengua. Le cuenta al médico que justo estaba en el cumpleaños de la hermana de Emma cuando se enteró, y vuelve a justificar su ausencia con la distancia y la hora. Algo que bien podría ser la historia de su vida. Siempre llegando tarde a todos lados. Llegó tarde cuando Eleonora nació porque algo lo demoró en el trabajo, llegó tarde cuando la trasladaban a su esposa en ambulancia después del accidente, llegó tarde a ver a Emma porque estaba en la costa tomando champagne barato y comiendo sanguchitos de miga. Así podría resumirse su vida: lo importante siempre sucede en su ausencia.
“Hace poco tuvimos a un hombre en coma que por mo mentos abría los ojos y los volvía a cerrar. Lo único que hacía era abrir los ojos unos minutos y volver a cerrarlos por horas, incluso días. Hasta que una tarde se despertó y empezó a hablar con fluidez con un enfermero, contaba detalles del lugar don de había estado, repasaba personajes con nombre y apellido. Después, hablando con sus familiares, nos dimos cuenta de que había revivido momentos particulares de su vida”, dice el doctor F.
Eleonora se acuerda del movimiento de párpados de Emma, pero le parece fantasiosa la idea y no puede evitar reírse. Los dos la miran y ella pregunta: “¿Los revivió?”, en tono irónico. Se sorprende por su voz ronca.
“Es una forma de decir, a veces hay un aumento de lo que se llama actividad cerebral gamma, que son las mismas ondas que se activan cuando una persona consciente recupera recuer dos”. No se había dado cuenta de que el doctor F. tiene una voz hermosa. Eleonora asiente con la cabeza, le transpiran un poco las manos, no sabría decir por qué. Su papá ignora lo que dijo y le pregunta si podría pasar lo mismo con Emma. El doctor dice que eso no se sabe, que ellos están haciendo lo posible para que se despierte, pero que todo depende de ella.

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