Nos une la escalada, la música o el gym: ¿cuánto influyen los gustos en común para que una relación funcione?

Cuando la poeta Mary Oliver escribió sobre la relación de más de cuarenta años que mantuvo con la fotógrafa Molly Malone Cook, dijo lo siguiente: “Su mundo, desde luego, no eran las margaritas, ni los pájaros, ni los árboles, como sí era el mío; cada una tenía su carácter independiente y, sin embargo, nuestras ideas, nuestra influencia sobre la otra, se transformó en una confluencia rica e inquebrantable”.
En Nuestro mundo (Comisura, 2024), el libro que Oliver publicó a los dos años de morir su compañera de vida y amante, abre una puerta a su intimidad compartida y reconoce que Malone y ella no podían tener gustos y aficiones más dispares. La primera siempre estuvo vinculada a la naturaleza y a los seres no humanos; mientras que la segunda se sintió más cómoda con la compañía de las personas, incluso si eran desconocidas. Sin embargo, el amor y el entendimiento que profesaron la una por la otra fue tan inmenso que nunca dejaron de conversar en esos cuarenta años.
Pero, ¿este tipo de relación que compartieron Oliver y Malone es siempre posible? ¿Acostumbramos a entablar vínculos relacionales —del tipo que sean— con personas tan aparentemente diferentes a nosotras? ¿O, por el contrario, construimos ese mundo común a partir de lo que compartimos?
¿Por qué nos gusta lo que nos gusta?
Antes de atender a nuestra mirada sobre el otro, hay que depositarla sobre uno mismo y preguntarse: ¿por qué me gusta lo que me gusta? ¿Existe una voluntad propia sobre aquello que se acaba convirtiendo en nuestros gustos y aficiones, o, de alguna manera, está determinado por factores externos a nosotros? El sociólogo Pierre Bourdieu define los gustos como “las prácticas (deportes, actividades de ocio, etc.) y las propiedades (muebles, corbatas, sombreros, libros, etc.) mediante los que se manifiesta el gusto entendido como principio de las elecciones así efectuadas”. Es decir, según el sociólogo, el gusto (en singular) es lo que guía nuestras elecciones (entendidas como gustos, en plural).
Si entendemos que nuestros gustos se construyen de forma alineada a nuestra identidad, tendría sentido que establezcamos vínculos más fuertes con personas que compartan los mismos gustos
Para que existan los gustos, deben existir personas (o industrias) que dicten “jerarquías del gusto” y establezcan clasificaciones sobre aquello que es de “buen o mal gusto”, “distinguido o vulgar”, en la misma línea que se establecen dictados sobre la “alta cultura” y la “baja cultura”. Que a los hombres cis blancos de clase alta les guste jugar al golf, o que un sector masculino aparentemente intelectual aficionado al cine venere a figuras como Quentin Tarantino o Lars Von Trier no es porque estén determinados a ello, sino porque su socialización les ha empujado a desarrollar esos gustos que se consideran de “buen gusto” de acuerdo a la clase social a la que pertenecen o, en su defecto, a la que desean pertenecer. Al mismo tiempo que nuestra identidad se va construyendo de acuerdo al entorno en el que vivimos —según nuestra condición de género asignada al nacer, raza o clase social—, nuestros gustos —respecto a las aficiones, pero también hacia las personas que nos atraen— van desarrollándose con nosotros.
Por lo tanto, si entendemos que nuestros gustos se construyen al mismo tiempo y de forma alineada a nuestra identidad, parecería que tiene sentido que establezcamos vínculos más fuertes con personas que compartan los mismos gustos, porque detrás de ellos hay todo un sistema de creencias que nos etiqueta, compartimenta y nos dirige hacia personas similares.
Afinidades compartidas y vínculos aspiracionales
Gemma Pons-Salvador, psicóloga clínica y profesora titular de Psicología en la Universitat de València, explica que “solemos sentirnos más cercanos y conectados con personas que se parecen a nosotros en aspectos importantes como las aficiones, la forma de pensar o los valores”, algo que se conoce como “atracción por similitud”. Esto se refleja en algunos de los testimonios recopilados para este artículo, como el de Sonia, de 27 años, para quien los gustos en común son importantes, tanto en las relaciones amorosas, familiares o de amistad, ya que se propician conversaciones fluidas en torno a esos temas afines mucho más a menudo, algo que —dice— resulta interesante y estimulante para ambas partes.
Esa satisfacción personal que surge después de una conversación bien llevada es especialmente importante en la adolescencia, un momento vital en el que existe una necesidad por verse reconocido en la mirada del otro. Según Ignacio Megías Quirós, investigador social, sociólogo y autor del estudio Jóvenes y Amistad de la Fundación SM y Centro Reina Sofía de Fad Juventud, “durante la adolescencia y primera juventud se desarrollan estrategias relacionales y de socialización que aún son inseguras y tienen mucho de experimentación”. Por lo tanto, según este investigador, “la necesidad de reconocerse y de ser reconocido en la mirada de la otra persona otorga especial importancia al hecho de compartir gustos (musicales, deportivos, de ocio…), o de compartir cierta estética o alineamiento con según qué tendencias”.
Sin embargo, Megías Quirós reconoce que, en muchas ocasiones, una puerta de entrada previa a ese universo compartido se produce a través de otra cuestión: un sentido del humor similar. Este se convierte en “uno de los primeros elementos en los que [las personas] identifican una forma común de ver la vida”. Este es el caso de Celia, de 26 años, quien tiene amigos con quienes sí comparte gustos de manera directa, pero reconoce que es algo que no ocurre con su mejor amiga desde el colegio: “Ella no se parece en nada a mí en cuanto a intereses 'principales', pero, en cambio, tenemos un humor y una forma de comunicarnos parecida que nos une mucho”.
Mi mejor amiga no se parece en nada a mí en cuanto a intereses 'principales', pero, en cambio, tenemos un humor y una forma de comunicarnos parecida que nos une mucho
Que las relaciones trasciendan la cuestión de los gustos es interesante en la medida en que nos damos cuenta de cómo se transforma nuestra subjetividad conforme crecemos. Esta reflexión nos lleva a preguntarnos si cuando crecemos y vamos adentrándonos en nuevas etapas de nuestra identidad, nuestros gustos cambian, ¿significa eso que dejaremos atrás relaciones construidas sobre afinidades de otro momento vital? La socióloga Eva Illouz explica en su ensayo El fin del amor. Una sociología de las relaciones negativas que, pese a lo que pueda parecer, los gustos no son algo fijo y determinante de nuestra identidad, sino que son inestables. En el momento que te gusta algo, dejas atrás otra cosa que no te gusta, y esto puede variar incontables veces a lo largo de la vida de una persona. Este es un procedimiento que se conoce como “refinamiento de los gustos”.
Jorge (nombre ficticio), de 37 años, relata cómo su ocio durante su etapa de veinteañero estuvo muy vinculado con salir de fiesta y el mundo de la noche, pero cuando a partir de los 30, coincidiendo con la pandemia, dejó de gustarle tanto y prefirió otro tipo de aficiones, se distanció mucho de algunas personas.
Algo similar le ocurre a Silvia, de 27, quien explica que a la mayoría de sus amigos actuales los conoció en el colegio y en la universidad, pero que ahora mismo es “más cercana a aquellos que hemos evolucionado en la misma dirección de gustos. Al resto, les quiero mucho porque nos une una etapa vital muy importante, pero la triste verdad es que cada vez me siento más alejada. Cuando dejas de hablar del trabajo o de la vida personal, los temas de conversación se ven superlimitados”.
Por lo tanto, en muchos casos, parece inevitable pensar, y no es algo necesariamente negativo, que algunas amistades están destinadas a momentos vitales concretos y que, “a medida que las personas crecen, sus prioridades relacionales cambian. Tendemos a valorar más esos gustos compartidos como base para relaciones duraderas”, explica la psicóloga Pons-Salvador. Y añade que, además, “según la 'teoría del intercambio social', tendemos a valorar las relaciones que nos aportan beneficios. Y esos intereses comunes aumentan las posibilidades de vivir experiencias positivas juntos”.
Según la 'teoría del intercambio social', tendemos a valorar las relaciones que nos aportan beneficios. Y esos intereses comunes aumentan las posibilidades de vivir experiencias positivas juntos
Ese beneficio puede surgir a partir de esa experiencia común vivida, pero también como un intento de beneficio más directo, tal y como relata la escritora CJ Hauser en La novia grulla (Libros del Asteroide), su híbrido entre ensayo y memorias: “Salía con gente con la que no compartía intereses, pero aspiraba a compartirlos. Me encantaba la gente más amante del aire libre que yo. La que entendía más de arte. La que tenía más talento que yo para construir y crear objetos con las manos. Como si, en virtud de la propiedad transitiva, al salir con ellos yo también aprendería todo eso y sería como ellos”. En este intento de ejercicio de mimetización volvemos al vínculo entre gustos e identidad: ¿Nos gusta algo de forma genuina o por lo que representa? ¿Disfrutamos del golf y del cine de Lars Von Trier en sí mismo o por lo que la mirada ajena dirá de nosotros al vernos vinculados a esos productos culturales y aficiones?
Querer a alguien por encima de lo que nos separa
A pesar del indicativo de bienestar y atractivo que supone encontrar a personas afines a uno mismo en el ámbito de los gustos, lo cierto es que la sensación de comprensión y confianza se puede generar desde otros lugares, tanto en el plano de la amistad como en lo afectivosexual. Esto es lo que explica Paula, de 28 años, cuando habla de los hobbies tan diferentes que comparten ella y su pareja: “Él es escalador y montañero, es muy inquieto y le encanta estar fuera de casa. Yo, por el contrario, aunque me gusta la naturaleza, lo que más me gusta es el cine y la literatura”. Sin embargo, “lo que más nos une es la energía que tenemos, la onda en la que estamos, algo más profundo que nuestros gustos”, explica.
Esa unión que también trasciende las diferencias es lo que une a María, de 42 años, con su mejor amiga, a la que conoce desde los 18: “Es la única persona que vino a verme desde España a Praga [donde estaba viviendo] cuando murió mi gata Tina, con la que tenía una conexión muy fuerte. Que ella entendiera, sin decírselo, que necesitaba que estuviera a mi lado, al igual que si estuviera perdiendo a una persona cercana, para mí es de amistad diez. Desgraciadamente, esto se da poco. Así que no poder compartir gustos con ella no es tan importante”.
Quizás por eso la historia de Mary Oliver y Molly Malone Cook resulta tan conmovedora: porque, a pesar de sus diferencias evidentes, encontraron un lenguaje común hecho de respeto, escucha y presencia. Sus gustos no se alineaban, pero sus formas de amar sí. Como recordaba Oliver, “la confluencia rica e inquebrantable” que compartieron fue posible no por eliminar sus diferencias, sino por honrarlas. Y quizá ahí resida el verdadero reto —y el verdadero privilegio— de cualquier vínculo significativo: no tanto coincidir en lo que nos gusta, sino aprender a cuidar lo que al otro le importa, incluso cuando no lo comprendamos del todo.
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