Luis López Santos, un leonés con espíritu del Renacimiento

Luis López Santos. Director del Instituto de León (1960-1973).

Entre historiadores, cincuenta años resulta un tiempo apropiado para retomar un hecho del pasado o recomponer una biografía. El presente no será mejor hasta que conozcamos lo que ha sucedido antes, porque la distancia elabora un buen resumen y coloca lo contado en la realidad. Hace algo más de medio siglo fallecía Luis López Santos, a los 69 años, a punto de jubilarse, aunque algunas mentes inquietas no se jubilan nunca. Santos forma parte de la educación y cultura de nuestro terruño leonés, vértice de un bachillerato que ofreció oportunidades a la juventud, referente de tareas académicas e impulsor de cultura en tiempos estrechos de miras. No hay mejor utopía que una tarea que satisface y una vocación que prevalece con el paso del tiempo. 

Su trayectoria vital arranca en su Valderas natal (1903) y termina en León (1973). Fue sacerdote, catedrático, escritor, poeta, chantre y lingüista. Estuvo al frente de publicaciones y centros de estudio del clero leonés. Su vida era la literatura y su mayor dedicación transcurrió por el campo de la enseñanza, en el Instituto Nacional Padre Isla: “Profesores y alumnos reconocieron su prestigio científico, su categoría humana y su visión certera de los hombres y los problemas”. Eso dijo de él Luis María Larrea, obispo de León. Estudió y fomentó la cultura leonesa, enseñó historia de la literatura y la lingüística de COU, investigó en archivos, buscó los modismos y vocablos del habla leonesa, buceó entre legajos para encontrar explicaciones a la toponimia provincial. Constituyó por sí solo una página de la historia leonesa del siglo XX, fuente en la que se sigue bebiendo hoy, pese a las visiones virtuales que cada día presentan los gurús del futuro.

Era un fumador impenitente. La muerte le cogió por sorpresa, acechando tras una enfermedad de vértigo que le minó la salud. En su niñez cursó estudios de latín, humanidades y filosofía en el Seminario de San Mateo de Valderas y en Villalón de Campos. Con 17 años ingresó en la Universidad Pontificia de Comillas, completando estudios de latín y humanidades primero y luego de teología. Se doctoró en esa misma universidad y se licenció en Filosofía y Letras en Salamanca. Fue ordenado sacerdote el 18 de diciembre de 1926, en León, bajo el báculo del obispo José Álvarez Miranda. Ejerció de coadjutor unos años, pero la vida académica le atraía demasiado, así que decidió preparar las oposiciones de instituto. 

En su fuero interno alumbraba con fuerza la vocación de la enseñanza y la investigación, tareas a las que dedicó 40 años. Comenzó probando como profesor en Valladolid y Granollers. Opositó en 1940 en la materia de Lengua y Literatura, obteniendo la plaza de catedrático numerario en el Instituto Príncipe de Viana de Pamplona. Formaban el tribunal que le otorgó la plaza Narciso Alonso Cortés, Emilio Alarcos y Dámaso Alonso, tres primeras espadas de las letras nacionales. Éste último dijo de Santos: “Se ha ganado mi estimación y mi adhesión desde que comenzó a actuar en estas oposiciones. Me satisfacen plenamente su buen juicio y buen gusto, su modo de hablar y lo seguro de sus conocimientos” (referencia recogida por José María Fernández Cantón).

Destacado en lingüística y protagonista de 'Espadaña'

Destacó intelectualmente en los campos de la lingüística y la patrística, lo que no restó méritos a su forma de ser, un clérigo y un intelectual “campechano, francote, generoso, espontáneo y cordial”. Dicen de él que era habilidoso para sortear conflictos además de profundo tertuliano. Fomentaba encuentros en su propia casa, junto a la cafetería Victoria, cerca de Casa Botines, donde reunía amigos muy diversos, desde Vela Zanetti y Crémer al obispo Almarcha. Participó en la creación del Centro de Estudios de San Isidoro y en las revistas Colligitte y Espadaña, escribiendo en sus páginas apuntes, guiones, artículos, y sermones. En la fundación de Espadaña confluyeron las mejores firmas del momento: Antonio García de Lama, José Castro Ovejero, Antonio Pereira, Eugenio García Nora, Victoriano Crémer. Santos ayudó a potenciar una revista que sirvió de expresión a muchos autores de la llamada 'poesía desgarrada' de postguerra, colectivo que no tuvo pocos enfrentamientos con el Régimen al tratar de canalizar la lucha de una generación de poetas que pugnaban por conseguir cuotas de libertad en el erial cultural del momento.

En toponimia eligió para su estudio los nombres de pueblos con denominación de santos. Manejó estudios de fonética, documentos medievales, archivos locales y provinciales. Esteban Carro Celada –otro cura avispado y pionero, provisto de talento crítico en medio de un clero pausado por el conservadurismo–  escribió su despedida particular el día del funeral del amigo, sin sospechar siquiera que su propia vida también estaba a punto de ser segada en un trágico accidente: “Hoy ha muerto en este otoño leonés un buen sacerdote, profesor, escritor y poeta. Por eso lloran dos campanas en lo más alto de León, la Trini y la SantaBárbara, traspasando el dolor de las vidrieras”. Bajo el triforio gótico y los arcos ojivales de la catedral, Almarcha le hizo el panegírico, delante del gobernador civil, el delegado de Educación y Ciencia, el decano de Veterinaria, el director del Diario de León, el claustro de profesores, inspectores de educación, clérigos, estudiantes y feligreses. 

Estudios sobre el leonés

Confiaba el obispo en su pupilo, pues le había nombrado chantre en 1958, dignidad a la que se encomendó, entre otros cometidos, la suerte del coro catedralicio. López Santos había sido en 1945 profesor del Seminario Mayor de León y secretario del Centro de Estudios e Investigaciones San Isidoro, en una apuesta segura por aprovechar y explotar con el estudio y la investigación “tesoros dispersos” del pasado de la Iglesia. A aquella institución pertenecían autores locales como Francisco Salado, Miguel Bravo, Clodoaldo Velasco, Juan Torbado y Filemón de la Cuesta. Santos investigó y escribió sobre hagiotoponimia y el dialecto leonés, sin dejar de colaborar en Diario de León, Proa y Colligite, la revista que dirigió de 1955 a 1972. 

Su primera publicación conocida fue Ofrenda de cariño, una poesía publicada en folleto en Valladolid, en 1925, seguido de Sumitanda, un melodrama trágico escrito también en verso, de 1929. En la revista Archivos Leoneses publicó la mayor parte de su obra investigadora, ensayos sobre la mencionada toponimia, el concilio de Coyanza, los pueblos españoles, el imperio leonés, los calendarios litúrgicos, el tiempo verbal perfecto y sus tiempos afines en el dialecto leonés, la diptongación leonesa, San Isidoro y la literatura medieval castellana… No eran trabajos para salir del paso, sino ensayos concienzudos que obtuvieron reconocimiento de autoridades académicas. En 1953 recibió felicitaciones de Ramón Menéndez Pidal por su Influjo de la vida cristiana en los pueblos españoles, haciéndole llegar una carta elogiosa: “Es tema que urgía tratar y yo personalmente le agradezco que haya usted estudiado”. Manuel Alvar también hizo lo propio en medio de otro intercambio epistolar: “Mi gratitud más sincera por su hermoso libro. Era obra que necesitábamos y que yo acariciaba en sueños”. En su artículo sobre La diptongación en leonés (Archivum, Oviedo, 1960), Pidal volvió a felicitarle: “El trabajo, muy importante. La colección de ejemplos de Santa María de Otero es del más grande valor por reunir tantos datos de los siglos X y XI”.

Figura y referencia académica en León

Otro aspecto queda por delimitar en su labor, la dedicación a la enseñanza. Desde que formó parte del claustro del Instituto Nacional de León (el masculino) este catedrático se convirtió en figura y referencia académica. Fue Santos quien en 1946, coincidiendo con el centenario de la fundación del centro de segunda enseñanza, propuso la denominación de Instituto Nacional Padre Isla, en referencia al jesuita del siglo XVIII que llegó a tener eco internacional por el empleo sagaz de una narrativa satírica y burlesca, aportando ingenio e ironía excepcionales. No eligió un personaje ultramontano, sigo un jesuita con dotes literarias, seguramente admirado por el propio Santos y convertido para sí en su propio alter ego. La propuesta fue aprobada por el claustro y José Francisco de Isla se convertía en un referente del instituto. La nueva denominación relajaba el espíritu nacional-católico que se respiraba aquellos años, abriendo paso desde las sátiras del autor leonés a una merma en la rigidez de valores patrióticos. Javier Cercas dice que la literatura es muy útil siempre que no se proponga serlo, y esta vez sirvió a su cometido. 

El director del instituto de segunda enseñanza en una ciudad de provincias como León se convertía de facto en la máxima autoridad académica: presidía tribunales, formaba parte del consejo de instituciones y se contaba con su presencia para engrosar el séquito oficial en procesiones, actos oficiales y rituales de representación. Luis López Santos fue director del instituto masculino de León desde 1960 hasta 1973.

El Padre Isla, centro de escolarización de masas

En 1960 preparó al centro para asumir una etapa sin precedentes, una suerte de revolución callada que convirtió al Padre Isla en un centro de escolarización de masas a través de una explosión sin precedentes en su matrícula. Ya no solo estudiarían bachillerato los hijos de las élites locales sino también los de las clases trabajadoras y asalariadas, abriendo el estudio como un medio de promoción social a todas las capas sociales. El número de alumnos leoneses que estudiaba en 1960 se triplicó en 1968 y dos años después los institutos públicos (Padre Isla y Juan del Enzina) superaban en matrícula a la de la enseñanza privada. Se había invertido el proceso impuesto en 1936, en el que la Iglesia había ganado en número de alumnos por goleada. Santos dirigió aquel cambio público de forma callada, una educación para todos que amplió miras, rebajó los niveles de exigencia académica, abrió la puerta de la docencia a profesores agregados y PNNs y torpedeó el monopolio del selectivo cuerpo de catedráticos. 

La masificación trajo consigo problemas de disciplina, desmotivación y absentismo, pero ofrecía la oportunidad de estudiar a quien quería, no solo a quien podía. En 1966 el flamante –y hoy añorado– edificio del Instituto General y Técnico se quedó pequeño y Santos no se arredró: cogió los bártulos y organizó una mudanza a la nueva sede, en el Paseo de la Facultad, un edificio más funcional y moderno, pero a rebosar de aulas y alumnos. El año del traslado el instituto masculino tenía 1.710 alumnos oficiales, 1.400 libres y 226 del nocturno. Allí le tocó a su director optimizar recursos y aprovechar cada rincón para escolarizar al máximo número posible de adolescentes. Favorecer que la educación llegue a todos es patriotismo cultural en estado puro. 

Ante aquella masificación, se quejó el claustro; se quejaron los catedráticos; se quejó un sector del León amarrado a sus privilegios, pero Santos atemperó ánimos y siguió adelante, callado y laborioso. Entendió antes que nadie que los planes de los ministros tecnócratas significaban modernidad y nuevas oportunidades, adaptándose como un guante a los Planes de Desarrollo, que empezaban a ver una fuente de riqueza en las enseñanzas medias: más inversión, cultura general para todos, plantillas de profesores llenas y centros públicos al máximo rendimiento. Santos almorzaba con los alumnos en el comedor escolar del Padre Isla, su mano fue decisiva en las trayectorias de la revista Nosotros, el grupo escénico y el coro del instituto, estaba presente en las tertulias improvisadas de la sala de profesores y visitaba los despachos oficiales para pedir disculpas cuando alguno de su profesores díscolos estrenaba “obras de teatro peligrosas” o explicaba a los jóvenes que se habían dejado melena la filosofía de la Escuela de Frankfurt. 

Reunió en su equipo directivo a profesores solventes como Waldo Merino, Lucio García Ortega y José María Pérez-Gómez de Tejada. Cuando la muerte vino a visitarle, el instituto que había dirigido tenía una matrícula de 45 alumnos por aula, turnos diurno y nocturno, laboratorios a pleno rendimiento, gimnasio, comedor escolar, cantina, salón de actos, archivo, bibliotecas para profesores y para alumnos, una filial en Puente Castro y media docena de colegios libres adoptados esparcidos por la provincia.

Al homenaje por sus 25 años de docencia acudieron el gobernador civil y el obispo. Crémer le dedicó una poesía que ensalzaba su trabajo, su humildad, su dedicación y su tolerancia: Pisaba sobre las losas fervientes de la catedral con hondura campesina. En el verdadero humanismo –laico o creyente– se respeta la fe ajena sin renunciar al análisis racional. Hay muchas formas de vivir con y sin dios. Importa mucho más salvar el vacío de no sufrir por no saber, máxima del ideal renacentista que busca sin descanso. Este intelectual con sotana fue un hombre bondadoso, de voz grave y arraigada vocación, capaz de transmitir frescura literaria a sus alumnos. Por formación, labor y talante, Luis López Santos fue un personaje leonés del Renacimiento.

Etiquetas
stats