El origen, desarrollo y dificultades de la enseñanza pública en León

Sede del Instituto General y Técnico de León (1917-1966), hoy Juan del Enzina.
16 de febrero de 2025 10:40 h

Somos hijos legítimos de la Revolución Francesa. A sus pechos creció el Estado-Nación, además de conceptos que hoy –pese a la desafección reinante– gobiernan nuestra vida pública. Además de poner en práctica la guillotina, abolir privilegios y asentar derechos y libertades, aquella revolución irradió luz al mundo occidental, potenciando, entre otros valores, un sistema nacional de enseñanza, un modelo de educación secular y universal, bajo la tutela del Estado. En España, los diputados de Cádiz recogieron el guante y dieron un impulso legal a la enseñanza. Cierto que el inestable sistema liberal estuvo sembrado de bandazos y virajes políticos, de pronunciamientos y revueltas, pero en medio de aquellos nubarrones se fue decantando como lluvia fina el conjunto de leyes educativas. 

Los tres peldaños de formación eran la escuela, el instituto y la universidad, modelo que se implantó en muchas provincias. Las escuelas de primeras letras estaban diseminadas por el ámbito local y eran sostenidas con fondos del ayuntamiento respectivo. También la Iglesia tenía clientela propia. A mitad del siglo XIX había 807 escuelas con 31.972 alumnos en la provincia de León (conviene apuntar la diferencia por sexos: 4.000 chicas y casi 28.000 chicos). Bajo parámetros de un patriarcado secular, eran en su mayoría varones los que aprendían a leer, escribir y resolver las operaciones de sumar, restar, multiplicar y dividir. Los más aventajados salían haciendo la raíz cuadrada y la regla de tres. 

Los mejores pespuntes del tejido educativo del siglo XIX se dieron en la segunda enseñanza. La Ley Quintana de 1821 mencionaba que los centros que impartían este nivel medio se denominaran universidades de provincia. Pero a León no llegó ninguna universidad, si acaso la Escuela Subalterna de Veterinaria, dependiente de la Universidad de Oviedo. Paradójicamente, en esta provincia hemos presumido durante muchos años de una veterinaria que ha dependido de una entidad académica extraprovincial. Bajo una estructura piramidal, el Plan Calomarde de 1824 daba un nuevo paso, consistente en que la segunda enseñanza se integrara en las universidades, dispensando el grado de bachiller. ¡Pero León no tenía Universidad! La solución fue implantar las cátedras de latinidad y los colegios de humanidades, esquema que funcionó en esta provincia durante dos décadas. En la escuela de latinidad, por ejemplo, se impartía latín, castellano y nociones de geografía, historia y poética. El Plan Duque de Rivas –los nombres eran de los ministros de Fomento, pues no existía ministerio de Educación– en 1836 dio un paso más, dividiendo la enseñanza en pública y privada, y la segunda enseñanza en elemental y superior. 

Estudios de latinidad y humanidades

Tampoco en aquella ocasión se instauró un instituto elemental en León. La política –de corte liberal conservador, a menudo encontradiza e inestable– atravesaba con su lanza el exiguo campo de la educación leonesa. Rivas duró poco, sin embargo resultaba evidente que el siguiente paso pasaba por transformar los estudios de latinidad y humanidades en institutos. ¿Con qué financiación? A las tasas de matrícula y los derechos de examen de los alumnos habría que sumar las rentas de los colegios y los fondos de las fundaciones. Si no llegaba el dinero –nunca llegó– debían de asumir el montante de gastos las entidades públicas más favorecidas por la desamortización de Mendizábal. En el caso de León fue la Diputación Provincial, que a la postre asumiría el mayor porcentaje del sostenimiento del instituto, hasta finales de siglo, pues había que pagar también al cuerpo docente. Antonio Gil y Zárate se encargó del proceso, bajo la supervisión del ministro Pidal.

Después de cuatro años de gestiones encabezadas por el gobernador civil, en 1846 nacía el Instituto Provincial de Segunda Enseñanza de León. El deseo de su fundación hizo que el gobernador asegurase los fondos necesarios involucrando a varias instituciones, principalmente la Diputación. Se nombró director a Francisco del Valle, preceptor de latinidad en León y clérigo comprometido con la Educación. ¿Dónde se ubicaría el nuevo centro? En el desamortizado edificio de San Marcos, una forma de dar brillo a la institución al cobijarla tras la inigualable fachada plateresca. Sin embargo, el interior del edificio no estaba acondicionado para aquel cometido...

León era una ciudad provinciana, alejada de los principales núcleos de decisión. Vivía replegada entre sus murallas y no pasaba de ocho mil almas. El edificio de San Marcos quedaba en los arrabales, con un acceso complicado en invierno, debido a los caminos en mal estado, los charcos, los lodazales y las riadas del Bernesga. Si ya era difícil captar alumnos para iniciar la aventura de un instituto nuevo, la falta de condiciones físicas y ambientales resultaba insalvable.

El Seminario Mayor y el Ayuntamiento cedieron unas aulas de forma provisional, pero al año siguiente, cuando se discutía la idoneidad del edificio de San Marcos, 86 padres de alumnos enviaron una carta a la reina Isabel II quejándose amargamente de la sede del instituto en el edificio renacentista, alejado de la ciudad y donde había que compartir espacios con la Escuela de Veterinaria, La Comisión de Monumentos y la Casa de Misiones de la Diócesis. Las tiranteces entre los inquilinos fueron constantes, hasta el extremo de prohibir por parte del director del instituto el paso de los alumnos de veterinaria por la puerta principal. Debido a diferentes vicisitudes, el instituto no tuvo edificio propio hasta 1917, siete décadas después de su fundación.

La 'radiografía' de Madoz

En el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de Pascual Madoz se recogen datos de aquellos estrenos. Ilustra el autor que el Seminario Conciliar San Froilán se fundó en León en 1606 y que poseía 6 cátedras (3 de filosofía y 3 de teología), impulsadas por el obispo Cuadrillero, que tenía en la fecha de edición de la obra (1845) 25 pensionistas internos (seminaristas). En cuanto al Instituto de Segunda Enseñanza de León, Madoz recoge que tuvo en su primer año de vida académica 105 alumnos: 42 de latín y castellano, 51 de sintaxis, 1 de poética y retórica, 4 de moral y religión y 7 de nociones de aritmética, geometría y geografía. No hubo clases, por falta de profesorado, en la materias de lógica y francés, y el centro carecía de maquinaria y utensilios de física y química. Los inicios del instituto leonés fueron muy dificultosos: falta de financiación y materiales, y ausencia de un edificio apropiado. 

Madoz también ilustra en su monumental obra la trayectoria de los primeros años de la Escuela Normal de Primaria de León, inaugurada en 1844 para formar maestros, cantera necesaria a la hora cubrir los puestos de primeras letras en la provincia. Podemos concluir que el Estado liberal tomaba las riendas de la educación, aunque no pudiera transitar bien por todos sus caminos. La Normal contaba con cuatro docentes y un clérigo para impartir moral y religión. Dos de los cuatro profesores venían cedidos por la Escuela Central de Madrid, una manera de impulsar la institución desde el centralismo político. En 1846 contaba con 11 alumnos de enseñanza elemental. Los principios del modelo educativo en León fueron humildes, precarios y faltos de medios, pero constituyeron la primera piedra de una obra cuyo monopolio lo ejercía el Estado, creciendo con dificultades en medio de problemas con y sin solución.

Su instituto de segunda enseñanza fue recibiendo varias denominaciones a lo largo de siglo y medio: Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, Instituto General y Técnico, Instituto Nacional, Instituto Nacional de Bachillerato Padre Isla. Se convirtió en pleno siglo XX en la matriz del que salieron el masculino (Padre Isla) y el femenino (Juan del Enzina), cuando el franquismo dividió la educación por sexos.

Sus inicios en 1846 habían tenido como logro principal una plantilla de seis catedráticos bien preparados intelectualmente, que impartieron docencia a más de un centenar de alumnos, donde fueron descollando hijos de las élites locales leonesas. Hasta principios del siglo XX no hubo presencia femenina significativa, no porque lo prohibiera la ley, sino por el simple hecho de que el legislador no previó semejante situación. Mientras las chicas se matriculaban de forma goteada, por las aulas espartanas de aquel centro pasaron nombres con resonancia: Gumersindo Azcárate, Juan López Castrillón, Macías Picavea, Laureano Díez Canseco, Álvaro López Núñez, Alfageme, Ovalle, Bustos Zárate, Moisés Panero, Gordón Ordás, hermanos Regueral, Torbado, Eguiagaray, Cañas del Río, Santos Ovejero, Roa Rico…

No, no es el listado del callejero de la ciudad, sino apellidos de los alumnos que, a través del estudio, tuvieron éxito personal, profesional o social. Ese mérito hay que asignarlo al modelo de educación pública, cuyo principal activo fue la formación a través de la disciplina, la memoria, el estudio, la lectura, la escritura y las prácticas en los gabinetes.

Un amplio abanico de corrientes

Por las aulas del instituto leonés se colaron las corrientes de moda: krausismo, darwinismo, humanismo; también el grupo de los neocatólicos, los regeneracionistas y los nacional-católicos del franquismo. En los primeros años, la marcha de las clases, la metodología y las programaciones se convirtieron en el armazón del la Enseñanza Pública. Había horario de mañana y tarde, de lunes a sábado, con clases de 90 minutos de duración.

Aquellos catedráticos tenían que pasar unas fuertes oposiciones y se convirtieron en guardianes de la tradición académica, a veces esclavos de su propia rutina, que por aquellos años era un valor añadido a la formación. Con o sin libro de texto, las clases se fundamentaban en una transmisión oral de conocimientos, sin interrupción alguna, sesiones expositivas que se combinaban con la toma de lecciones frente a la pizarra y exámenes finales orales delante de un tribunal, con la suerte de las bolas extraídas al azar de un bombo para exponer temas o resolver problemas y cuestiones prácticas. 

Fue la Ley Moyano la que asentó una enseñanza reglada, dividida en 5 cursos, donde quedaba encajado según su dificultad el listado de materias: gramáticas clásicas y actuales, retórica, poética, ejercicios de latín, griego y geografía, historia, aritmética, álgebra y geografía, geometría y trigonometría, física y química, historia natural, psicología, lógica, ética y lengua francesa. Esos fueron los orígenes y esas las asignaturas principales del bachillerato. Luego llegaron agricultura, dibujo y gimnasia. También se instaló un observatorio meteorológico en el instituto –el primero de toda la provincia– donde se hacían registros diarios de temperatura, humedad, viento, presión atmosférica...

Desde los cimientos puestos aquellos años, hemos llegado al tiempo presente, un fabuloso viaje de casi dos siglos a través de seis monarquías, dos repúblicas, varias dictaduras, guerras carlistas, guerras coloniales, Guerra Civil y numerosos bandazos programáticos. La Educación siempre ha sido un reflejo de su propia sociedad, un espejo que devuelve la imagen nítida de lo que somos como colectivo. ¿Qué queda hoy de aquellos orígenes? El poso de la historia, la descripción del camino, la moraleja que descubre los errores y señala los aciertos. Caminamos sobre nuestros antepasados, por eso hay que estar atentos a las señales del camino.

Y hoy

Hoy, aquel centro provincial de bachillerato forma parte de la red pública de centros, uno más, aunque decano de todos ellos. Hoy, inmersos en un escenario de intereses encontrados, la educación más parece de los partidos políticos que del propio Estado. Hoy se busca enmascarar el fracaso escolar –para que no se asocie al fracaso político– apoyándose en un profesorado que navega sin brújula en medio de mares agitados: la cruda realidad del aula –que la sociedad apenas conoce–, la asfixiante carga burocrática que exige la Administración, profesionales desorientados, falsamente obedientes, callados, estresados...

Hoy acarrea menos trabas –y menos trabajo– aprobar que suspender a los alumnos. Incluso se maquilla el déficit escolar de la mano del determinismo pedagógico, vigilado con sumisión por una inspección educativa ahormada por el sistema. Hoy quedan anuladas muchas aspiraciones de excelencia intelectual al ser absorbidas las energías del docente por una caterva de alumnos disruptivos, que alardean de apatía e insumisión educativa. Rodeados de un bosque de pantallas digitales que hipnotizan la razón, parece que asistimos a un naufragio de la inteligencia crítica y la cultura del esfuerzo. Hemos adelantado en tecnología, pero retrocedido en filosofía y humanismo.

Estudios recientes dicen que los universitarios poseen escasa capacidad lectora, que el nivel de matemáticas en primaria es bajo, que las medidas pedagógicas que nos presentaron como la cima del aprendizaje no funcionan y que los adolescentes abren sus propias trincheras para convertirse en militantes de la nadería. 

Muchos sectores piden reequilibrar la práctica docente, para que la disciplina, el respeto a las normas de convivencia, el esfuerzo del estudio, el trabajo en equipo, el bilingüismo, la inmersión en nuevas tecnologías, la educación por competencias y los planes de mejora no sean eufemismos evanescentes que han borrado las fronteras de lo que se ha venido en denominar durante tantos y tantos años educación pública de prestigio.

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