El regreso de los masones a León en el siglo XX

De los nueve diputados de León, sólo dos eran masones Nistal y De la Poza (ambos con gafas).

Después de tres décadas de ausencia, la masonería volvió a León. Desapareció en 1898 y regresó en 1928. No fue una organización demoníaca ni revolucionaria ni desestabilizadora; tampoco hegemónica. Aglutinó, eso sí, el descontento de una minoría social que buscaba otros horizontes políticos y espirituales de los heredados en una España caciquil, confesional y oligárquica. Sus logias duraron poco, tuvieron problemas de financiación, discreto funcionamiento, soportaron cortapisas legales, mantuvieron disputas internas, pero simbolizaron el ideal disidente más preciado: la libertad. Operó en un tiempo amplio, desde 1868 hasta 1936, con más años de inactividad que de lucha, con escisiones, también con valentía, concitando las virtudes y defectos de cualquier organización cultural y social de aquellas décadas.

Si sumamos todas sus logias, pasaron del centenar de masones y su actividad se centró en hacer campaña para implantar un mundo más laico, una sociedad más igualitaria y un ideal político que se pudiera asentar en una república democrática y social. Desde la atalaya de la historia, se puede decir que fueron unos adelantados a su tiempo, aunque les costó sudor, algunas lágrimas y varios derramamientos de sangre. Desaparecieron bruscamente en 1936, cuando León quedó engullida por el bando sublevado que buscaba establecer a rajatabla orden, disciplina, jerarquía, religión y control social.

Los masones recibían de forma continua asesoramiento y lecciones morales en sus talleres, para afrontar el acoso al que eran sometidos en lugares donde predominaban las fuerzas reaccionarias:

No entréis nunca en la discusión estéril si la Orden es una secta o una religión o una forma de hacer política clandestina. Así la tildan quienes no saben nada de ella, llegando a identificarnos con sectarios del demonio y de las tinieblas. La masonería huye de cualquier dogmatismo que sea impuesto a los hombres por cualquier poder personal o estamental, terreno o divino. El núcleo de su doctrina se centra en la tolerancia, en la capacidad racional del hombre para adentrarse en las verdades profundas, en los misterios de la vida y del universo. (...) La belleza del simbolismo no debe obnubilar la tarea del masón (...). El momento social y político también ha de ser un panorama que el masón debe analizar para poder intervenir en él, en la medida de sus fuerzas, no porque así se cumpla su programa íntimo sino porque, fruto de la reflexión profunda, considera que es el mejor antídoto para una sociedad enferma. No se trata, pues, del simple perfeccionamiento de quien entra bajo estas columnas sino también de los profanos que quedan fuera de ellas, para ayudarles a ver la luz. Nuestra labor ha de ser de expansión de ideales, para un día llegar al objetivo de nuestra orden: la fraternidad universal dentro de sagrados principios como la libertad y la sabiduría. ¡Todos estos ideales no se han cumplido en nuestro entorno diario! ¡Id pues y obrad!“.

Piezas de oratoria como esta se escuchaban en cualquier taller masónico. En León, también. Los masones regresaron a León en el siglo XX y heredaron la filosofía de las logias del siglo anterior: la cuestión social, el antijesuitismo, la beneficencia, la incursión política, la república, la enseñanza laica, el proselitismo de la masonería en la sociedad civil. No hubo renovación programática pese al cambio de siglo. Se modificó, eso sí, la estructura organizativa, descansando el poder de la Orden no en un núcleo centralista de Madrid sino bajo un planteamiento regional, ahora descentralizado, creándose Grandes Logias territoriales, lo que inclinaba el peso de la organización hacia la masonería de base. La Gran Logia Regional del Noroeste asentaba su sede en Gijón y tenía como núcleos de gran actividad La Coruña, Vigo y el propio Gijón, ciudades marítimas de talante progresista y mayor intercambio comercial y social. Posiblemente desde este núcleo asturiano se hicieron regulares contactos para que fructificara un taller en la ciudad de León después de la crisis de 1898, fecha que había tenido un efecto demoledor en la masonería, desmantelando todas las logias en la provincia leonesa.

Bajo el reinado de Alfonso XIII León fue una provincia carente de impulso económico y la dictadura de Primo de Rivera no favoreció la implantación de talleres masónicos, pues el régimen implantado tras 1923 persiguió, allanó y desarticuló muchas logias. El momento de esplendor de las logias en el siglo XX se dio en torno a la proclamación de la Segunda República, cuestión que no es de extrañar ante la apertura de derechos y libertades. Ministerios, despachos oficiales y asambleas de políticos se llenaron de masones. Los estudios del profesor Ferrer Benimeli cuantifican de una manera objetiva aquel desbordamiento. Sabemos que, por ejemplo, en las Cortes Constituyentes de 1931 llegó a haber un 40% de diputados afiliados a la masonería. También hubo ministros que ciñeron mandil y guantes: Manuel Azaña, Alejandro Lerroux, Diego Martínez Barrio, Ricardo Samper, Manuel Portela Valladares, Santiago Casares Quiroga, Augusto Barcia Trelles, José Giralt. La provincia de León estaba representada por nueve diputados, de los cuales dos eran miembros de logias: Alfredo Nistal (PSOE) y Herminio Fernández de la Poza (Partido Radical).

Nistal era oficial de correos y socialista, militancia que practicó desde muy joven. Trabajó primero en Asturias y tuvo un tiempo su residencia en Madrid, aunque entró en la logia Emilio Menéndez Pallarés de León, alcanzando pronto el grado 3, de maestro masón. En el taller leonés no se le conoce ninguna actuación especial, aunque, dadas su dotes de liderazgo y gestión, capitaneó el grupo sin duda alguna. En cuanto a Fernández de la Poza, adscrito a la circunscripción de La Bañeza, no hay constancia de su afiliación masónica, aunque fue tachado como tal, acaso por haber pertenecido al partido de Lerroux, infectado de masones.

El regreso de la masonería en León tuvo lugar unos años antes en la capital. El 16 de enero de 1928, varios masones procedentes de diferentes lugares –no sabemos cuántos ni cuáles– pedían permisos para constituir un centro masónico en la ciudad: el triángulo Libertad. Un triángulo era –con menos de siete miembros– la estructura masónica más pequeña. Por encima de ese número de hermanos se constituía ya una logia. El triángulo de León lo formaron Pío Álvarez, José Mollá, Eustasio García, y José Iglesias. Pronto fueron captando nuevos miembros y pudieron constituir la logia Emilio Menéndez Pallarés, en honor al que fuera republicano y masón de origen leonés.

Llegaron a ser once miembros en el cuadro de la logia: varios empleados, un maestro de escuela, un industrial, un abogado, un inspector de educación, un contable... la extracción social parece haber variado poco con respecto al siglo anterior. Se trataba de grupos asalariados, clases medias y pequeña burguesía. Sus nombres simbólicos seguían siendo una muestra de sus ideologías: eran Adimanto, Bécquer, Ariel, Libertad, Salamanca, Víctor Hugo, Roger, Pablo Iglesias, Goethe, Cervantes, República... todo un espectro ideológico que escondía la dimensión de sus ideales.

Establecieron correspondencia escrita con talleres de Valladolid y Gijón, consagrando su labor fuera del templo a implantar y afianzar los principios de una República verdaderamente democrática. Tampoco parecen haber cambiado las consignas ideológicas de estos masones después de tres décadas de desierto. Se reunían en la biblioteca Azcárate de la capital, bajo el auxilio de su bibliotecario, Pío Álvarez. Seguramente se trataba de una logia escueta en sus decorados, tal vez una escenografía masónica de paneles de quita y pon para que la biblioteca siguiera teniendo su uso diario.

El otro lugar donde se asentó la masonería fue en Astorga. Lo hizo más tarde, el 7 de julio de 1933, levantando el triángulo Astúrica, “con un venerable maestro natural de Gijón y procedente de la logia Tetuán”. El hecho de recurrir a un impulso exterior demostraba, una vez más, la debilidad masónica de la provincia. No sabemos el nombre del fundador, pero sí de los masones astorganos: Mateo Tagarro (industrial y afiliado a Izquierda Republicana), Moisés Panero (abogado y Director del Banco Mercantil de la ciudad), Juan José Pérez Matanzo (propietario y antes afiliado a una logia mexicana) y Dámaso Cansado (cobrador del Banco Herrero y socialista). Más tarde, formarán parte del taller hombres como José Carro Verdejo (hermano del alcalde astorgano fusilado en 1936). Eran una minoría politizada, aunque sin formar frente único con ningún partido político.

La represión después de 1936

Los años 1936 y siguientes son sinónimos de leyes de represión, informes policiales, tribunales y psicosis antimasónica. La consigna oficial fue exterminar la masonería, por las bravas. El propio Franco creyó durante toda su vida sentirse rodeado de masones que le espiaban. El Caudillo de la nueva España simplificó en la masonería todas las causas de la decadencia histórica y la degeneración del país, incluso del continente, convirtiendo el tema en una obsesión personal.

La Cruzada antimasónica pronto se llenó de publicidad y mensajes, donde se presentaba a la Orden como una gigantesca hidra. El propio Franco adoptó un seudónimo (Jakin Boor) para escribir de forma anónima artículos en el diario Arriba. En sus páginas denunciaba lo que él creía que era un contubernio judeo-masónico-comunista, tres internacionales por las que sentía verdadero pánico.

Tras los visillos del Palacio del Pardo colaboró con su pluma a denunciar hechos insólitos llevados –según él– por los masones, tales como la autoría de asesinatos y rituales satánicos, además de considerarlos responsables de la inestabilidad política de Europa. Se empleó a fondo en tal empeño. Y llevó hasta el delirio su anonimato al invitar, oficialmente, a Jakin Boor en un audiencia oficial; es decir, se invitaba a sí mismo. Astucia celta o delirio personal, quién sabe. Después de numerosos artículos, se decidió a publicar, bajo el mismo seudónimo, el libro Masonería (1952), demostrando en sus páginas, con obsesiva superchería, que la historia contemporánea era el resultado de una gran conspiración masónica internacional.

Muchas de las actitudes actuales sobre el tema sólo se explican desde los cuarenta años de aplastante dogma antimasónico, troquelando así la opinión de los españoles. Eso y el hecho de atribuir a lo desconocido las mayores inquinas y bajezas morales. Sólo así se entiende que existan ochenta mil expedientes contra masones en el archivo de Salamanca, cuando está probado que no superaban los diez mil en 1936. Fueron tachados de masones muchos españoles que no habían pisado una logia.

En León, la represión de la masonería se ejecutó al mismo tiempo que el exterminio de miembros del Frente Popular. El control policial y de informes masónicos corrió a cargo de los gobernadores civil y militar. Pío Álvarez, Dámaso Canseco y Rafael Álvarez fueron fusilados. Juan Fernández tuvo una pena de 12 años. José Mollá fue depurado. Alfredo Nistal, encarcelado tras los sucesos de octubre de 1934, pudo huir y pasar a la zona de Villamanín, desde donde dirigió la zona republicana de León. Nistal pasó por un rosario de peripecias en los años de la Guerra Civil, apareciendo en 1939 como secretario de los masones españoles en París, bajo la entidad de Familia Masónica Española. Su biografía fue poliédrica y acabó sus días en Chile.

También se exilió Bernardino Crespo. Algunos otros, para sobrevivir, tuvieron que adoptar indumentaria e ideas del nuevo Estado, retractándose de su pertenencia a las logias para abrazar el nacional-catolicismo. Fue el caso de Mateo Tagarro o José Iglesias; éste último vestiría con atuendo falangista. Un grupo reducido, tal vez con influencias o amistades, fueron absueltos: Ángel Arroyo, Julio Marcos y Moisés Panero.

Terminaban así los últimos vestigios de una institución maldecida por los pilares de la dictadura, sin que el tono represor bajara un ápice durante cuarenta años. Los masones leoneses en 1936 tenían solo peligrosidad en las mentes católico-reaccionarias de aquellos años. Era más bien un grupo ilusionado e idealista, brutalmente barrido por una dictadura bendecida por la Iglesia, la gran enemiga de la escuadra y el compás.

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