Camarón, Morente y los pucheros al alba: “El Candela fue receptor de las energías que se cocían en el flamenco madrileño”
“Madrid era mucho Madrid y el flamenco madrileño es un carácter”. Pablo Tortosa, fundador de la Peña Chaquetón, describe así la escena y la esencia de la que considera la época dorada del Madrid flameco. Habla de las décadas de los setenta, los ochenta y los noventa para exponer que “en Madrid se han juntado todas las escuelas, esa es la riqueza de su flamenco”. También de “unos años en los que los músicos se encontraban con los problemas de la gente”.
La Peña Chaquetón comenzó su andadura en 1982 a la vez que El Candela, de hecho empezaron compartiendo local, hasta que las desavenencias entre Tortosa y Miguel Aguilera (conocido como Miguel Candela) les hicieron separar sus caminos. Pero pese a la ruptura, el periodista y escritor Jacobo Rivero elige la figura de Tortosa y la historia de la peña flamenca que impulsó para comenzar a constuir la genealogía de El Candela. Quizá porque su ensayo Candela. Memoria social de un Madrid flamenco (Altamarea Ediciones), que se publica el 22 de enero, no es tanto una historia del legendario local ahora resucitado. Se trata más bien de una disección, a través de decenas de testimonios, sobre las formas de sentir el flamenco y la vida en común.
“El Candela es una percha, un receptor de las energías que se iban cociendo en el flamenco madrileño”, explica Rivero en su distendida conversación con Somos Lavapiés. “Pasaban otras cosas, y no solo en más locales como Casa Patas, atravesadas por el flamenco”. Su rigurosa y detallada recopilación abarca el cante, el baile y el toque. Va de la escuela de danza Amor de Dios a la experiencia del centro social okupado Minuesa o las contribuciones sindicales de muchos cantaores. De la guitarrería Pedro de Miguel a El Flamenco Vive, un proyecto que es a la vez tienda de discos y taller para reparación y venta de calzado flamenco. Dibuja “una atmósfera que tiene que ver con el Madrid de Lavapiés y en concreto de El Rastro, pero también con un Madrid periférico”. Ahí queda su descripción de las particularidades del sonido Caño Roto, el poblado dirigido de Carabanchel y meca de la guitarra flamenca madrileña.
Un compendio con anécdotas de los 40 años de El Candela daría para uno y muchos libros, pero no es eso lo que este pretende. Y eso que aperecen unas cuantas maravillosas entre visitas de personalidades de la talla de Pedro Almodóvar, Joaquín Sabina, Slash o Pina Bausch. En su papel como espacio de impulso a artistas y grupos que incluyen El Cigala, Tomasito, Ketama o La Barbería del Sur. En las noches de leyenda con leyendas como Camarón de la Isla, Paco de Lucía, Lola Flores, La Tati o Carmen Linares. En amaneceres eternos con pucheros a las claras del día. Y en uno de los vínculos que lo sostuvo todo hasta la muerte de Miguel Candela en 2008: el que creó con ese gran vanguardista flamenco que fue Enrique Morente.
Y aun con todo ese universo encerrado en unos cuantos metros cuadrados, Rivero habla de “sacar El Candela de El Candela”. Porque la barra y la mítica cueva de la planta baja tenían un eco que rebasaba esa esquina de la calle Olmo con Olivar: “Fue un lugar de referencia, y precisamente por eso tuvo vida más allá de sus paredes”. Ahí está el pasaje en las jornadas flamencas de Os Xoves de Códax, en la provincia de Pontevedra, donde el autor dialoga con Estrella Morente, Paquete o Josemi Carmona sobre lo que significó un bar situado a cientos de kilómetros del lugar donde se reúnen. O la conversación con Israel Fernández y el tocar madirleño Antonio “El Relojero” sobre pasado, presente y futuro del flamenco en la Peña La Platería de Granada.
La movida flamenca y diversa en el Madrid de las movidas (en plural y sin mayúscula)
Esta historia de saberes y experiencias hilvanadas en ebullición recuerda a la archiconocida Movida madrileña, que desarrolla además de forma paralela a los primeros compases de El Candela. En su libro Rivero habla de una “movida flamenca”, que “tiene tanta importancia como cualquier otra”. Porque desde su punto de vista “se ha canonizado solo una parte, una de las movidas”. Afirma que en realidad “todo estaba entrelazado, la movida no es ni más ni menos que el hecho de que cada día pasaba x movida en x sitio”.
Rivero lleva esta defensa de la heterogeneidad a la situación y el carácter de Lavapiés: “El barrio ahora se folcoloriza, se vende lo alternativo con esa palabra que odio, Lavapi. Pero es un barrio castizo y a la vez producto de la emigración, en un primer momento sobre todo extremaña o andaluza y ahora muy diversa, de puntos muy lejanos. Para mí era importante que el libro fuera también una reivindicación de esa historia del barrio y de la comunidad”.
Fue la emigración lo que unió a dos granadinos de cuna como Enrique Morente y Miguel Candela. Y fue un factor clave para propiciar que Madrid se convirtiera en un hervidero creativo y sociocultural para el flamenco. En este sentido, Candela se abre con un prólogo del musicólogo Pedro Lópeh que es toda una reivindicación del papel de la capital en la historia del flamenco. Expone que “en la última década se lo ha vuelto a utilizar enconadamente para alimentar identidades, narcisismos y esencias varias”, en un proceso que “pretende hurtarle la Meseta al cante y el cante a la Meseta, Castilla, Despeñaperros Norte, Europa o como queramos llamarlo”.
Rivero coincide con un prólogo que califica de “espectacular”. Considera que “el debate político que parece querer enfrentar a Madrid y Andalucía a cuenta del flamenco es maniqueo”, un asunto que “los artistas flamencos ni se plantean”. “Son gente que han llegado al Rastro o a Carabanchel desde Málaga, Jerez, Écija, Huelva o Badajoz y han contaminado (en el mejor sentido de la palabra) sus trayectorias y sus saberes”, continúa. Menciona que el cambio más significativo en Madrid es que el flamenco deja de estar tan vinculado al ambiente familiar, toma un cariz más cercano a la vida social, pero no cree en “las batallas sobre la denominación de origen”.
El autor de Dicen que ha muerto Garibaldi (Lengua de Trapo, 2023) sí vislumbra otras discusiones más enquistadas en el alma de los flamencos: “Está el tema de si el baile está siempre supeditado al cante, o si por el contrario tiene valor en sí mismo. Luego el purismo, el gran debate del flamenco, que a veces puede llevar a posturas enconadas un poco inútiles. Me interesaba aterrizar debates que a veces parecen insalvables a través de posiciones diferentes con las que, desde el disenso entre ellas, el lector se forme su propia opinión”. Uno de los ejemplos más esclarecedores tiene de protagonista (como es habitual) el disco Omega (1996), de Enrique Morente y la banda de rock Lagartija Nick. “A Tortosa no le interesa, mientras que Israel dice que todo lo que venga de un maestro como Morente lo respeta”, señala Rivero.
Candela, cenizas y una llama avivada
Este no es pues solo un relato sobre El Candela, pero entre otras cosas también es eso. Antes de la reapertura del pasado 5 de enero, los 40 años de El Candela entre la inauguración en 1982 y el lamentado cierre en 2022 dejaron dos etapas bien diferenciadas. La brecha se produjo en 2008, con la muerte de Miguel: “Lo marca todo, luego se convirtió en una sombra de lo que fue”. De hecho, el libro apenas ahonda en los últimos 14 años del local, aunque Jacobo Rivero menciona que en 2020 (apenas un mes antes de la pandemia) un homenaje a Morente dejó momentos imborrables con Rafael Riqueni al toque.
“La historia de El Candela es al final la de dos amigos que se vienen a Madrid desde Granada. Por azares del destino uno acaba abriendo un bar flamenco y el otro, que va tirando mientras encadena varios oficios, lo coge como lugar de asistencia continua. Este último era Morente, claro, que con su mentalidad tan abierta dotó a El Candela de mucha personalidad”. El cantaor falleció en 2010, solo dos años después del que fuera su compadre en tantas batallitas. El emocionante y emocionado testimonio de Rosa Aguilera, hermana de Miguel, da cuenta de la fuerza y el legado que dejó aquella conexión.
Además de esta amistad, si algo caracterizó a El Candela (y según Rivero al flamenco madrileño en general) fue su contribución como escuela improvisada y nocturna para la guitarra flamenca. El estrecho vínculo de la capital con el desarrollo del instrumento no puede disociarse de una figura totémica como Ramón Montoya, pero el toque encontró su casa en El Candela gracias a guitarristas como Gerardo Núñez o Juan José Suárez “Paquete”. Manolo Sanlúcar también dejó noches para el recuerdo en el bar de Lavapiés. Rivero cree que “en la forma de tocar de todos ellos se impregna la mirada abierta y cosmopolita de El Candela”.
La única mención del libro al regreso de la cueva más icónica del flamenco madrileño, en las primeras páginas, deja entrever ciertas suspicacias de su autor. Lógico, ante un proceso gentrificador que según cree destruye el comercio, la vida y la esencia del centro de Madrid. Ha sucedido, apunta, ncluso en bares que lograron escapar del cierre (cita El Palentino de la calle Pez, que “no tiene nada que ver con el modelo anterior pese a lo que prometieron”).
Sin embargo, después de un par de visitas, Rivero admite que este Candela reavivado “está mejor de lo que pensaba”. “No es lo mismo, pero se nota que la gente que lo ha abierto es sensible al testimonio de una época que heredan. En estos tiempos en los que todo cambia es casi un milagro”, dice.
Porque el fundador de la desaparecida emisora pública del Ayuntamiento de Madrid M21 no quiere rendirse a la nostalgia. Ahí está la conversación con Israel Fernández y las menciones a Ezequiel Benítez, Ángeles Toledano, Javier Ochando “El Cuchillero” o el Festival Fiebre del Cante de Espiel (Córdoba). “No hay que idealizar el pasado, hay un presente que se está viviendo”, remarca. Queda por ver, por escuchar, si el nuevo Candela también es altavoz y refugio de ese porvenir.
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