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Mayor Oreja, el creacionismo y la libertad de enseñanza

El exministro Jaime Mayor Oreja.
5 de diciembre de 2024 22:06 h

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Por muy curado de espanto que creo estar, sinceramente, me sorprendió ver a Mayor Oreja defender el creacionismo. Es verdad que no hace tanto que vimos a Milei nombrar a una terraplanista directora de la Comisión de Ciencia y Tecnología, que hemos visto que Trump barajó nombrar fiscal general del Estado a un pedófilo y que ha nombrado al antivacunas Robert F. Kennedy secretario de Salud. O sea, que son tiempos que nos tienen acostumbrados a muchas extravagancias, pero uno siempre piensa que esas cosas ocurren en otros países más o menos exóticos, pero no en el propio.

Hay que aceptar que ya no es así y que, cuando siguiendo la ola general la derecha vuelva a gobernar este país, tendremos que acostumbrarnos a ver cómo el delirio supersticioso sepulta la sensatez científica de la Ilustración. No es imposible que se imponga el negacionismo del cambio climático, la cruzada antivacunas, la idea de que los homosexuales son enfermos necesitados de terapia, o la de que los programas sociales son un atentado contra la propiedad privada, una manera de robar a los más ricos bajo el amparo de la ley. Mayor Oreja ha roto el hielo y se ha colocado a la avanzadilla, afirmando que “entre los científicos están ganando aquellos que defienden la verdad de la creación frente al relato de la evolución”.

Como docente que llevo ya cuarenta y tres años siendo profesor, tengo que mostrar mi estupefacción y mi desánimo. Hace ya bastantes años que los profesores de secundaria, en clase de Biología o de Historia, tienen que enfrentarse al hecho de que hay alumnos que no están dispuestos a conceder al evolucionismo ninguna credibilidad. Mayoritariamente son niños y niñas que pertenecen a familias evangelistas, que asisten al culto regularmente seis días a la semana, de modo que el pastor les ha prevenido con creces contra el “adoctrinamiento estatal” que pueden sufrir en la escuela, donde intentarán explicarles a Darwin o teorías genéticas sobre la antropogénesis que contradicen a las Sagradas Escrituras. Contra esta barbaridad, la escuela pública se defiende como puede. Pero es muy desalentador ver a un antiguo ministro del Interior, candidato a lendakari y eurodiputado, echar más leña al fuego.

Sin embargo, lo más sorprendente y lo más grave es que se siga dando por buena la idea de que la libertad de enseñanza, tal y como la entiende la derecha, es un antídoto contra el “adoctrinamiento estatal”. Así entendida, dar carta blanca a semejante “libertad de enseñanza” equivaldría a que los padres creacionistas tendrían derecho a encerrar a sus hijos en un colegio concertado o privado de ideología creacionista, sin tener que toparse con el escollo de que algún biólogo o algún historiador les llevara la contraria en la escuela pública explicando lo normalizado por la comunidad científica.

Hay que decirlo una y mil veces: no podemos seguir llamando “libertad de enseñanza” a semejante aberración. Los padres no pueden arrogarse el derecho de encarcelar a sus hijos en una secta ideológica hasta que tengan dieciocho años, de modo que estos crezcan creyendo que el mundo es una mera prolongación de su familia y que, por tanto, si sus padres son del Opus, el mundo entero también es del Opus o que, si son evangelistas, entonces el creacionismo es un consenso académico universal. Los padres tienen derecho a educar a sus hijos como les venga en gana, pero en su casa. A lo que no tienen derecho es a prolongar este adoctrinamiento familiar extendiéndolo a todos los aspectos de su vida hasta que los hijos sean mayores de edad, cuando a lo mejor ya la cosa no tiene remedio. Eso no es libertad de enseñanza, es totalitarismo ideológico, libertad para adoctrinar de forma dictatorial y panóptica.

Las cosas son exactamente al revés. La escuela pública es la única receta que se ha inventado por ahora para luchar contra el adoctrinamiento. Se trata, además, de proteger el derecho irrenunciable que tienen los niños a librarse de sus padres. Su derecho a escapar del adoctrinamiento doméstico, de la secta de sus padres y de los prejuicios de su tradición. Cada uno tiene que sufrir los padres que le han tocado, por supuesto, y no es evitable que tus padres sean evangélicos creacionistas, que consideren que la homosexualidad es una enfermedad, que las transfusiones de sangre son pecado o que las vacunas te implantan un microchip del Anticristo estatal. Pero lo que desde luego no dice ni puede decir la Constitución española es que los padres tengan el derecho a convertir todo eso en un destino inevitable para sus hijos. Tienen derecho a educarles en sus valores, pero es muy dudoso que tengan el derecho a negarles la existencia de otros valores.

Y para eso se inventó, en efecto, la escuela pública. Para que los prejuicios de los padres no se conviertan en un fatal destino para sus hijos. En la escuela pública, los niños y las niñas (sin segregación de sexo, dicho sea de paso) se encontrarán en una situación en la que el adoctrinamiento es, sencillamente, imposible. Impracticable, aunque se intentara. Porque al contrario que en ese desierto de libertades que es la enseñanza privada y concertada, aquí los profesores no han sido elegidos por su línea ideológica ni son controlables ideológicamente, ni pueden ser despedidos por cuestiones ideológicas, porque tienen libertad de cátedra y han aprobado una oposición en virtud de un temario científico, al margen de toda afinidad partidista. A lo mejor el profesor de matemáticas es muy de derechas y se le nota un montón, pero al profesor de biología se le nota aún más que es muy de izquierdas. Quizás la profesora de latín es homófoba, pero la de gimnasia puede que sea lesbiana y el jefe de estudios un hombre trans. Un profesor será ateo y otro creyente. Además, en la escuela pública, el testigo de Jehová se sentará al lado de una compañera atea o musulmana o budista. Toda esta pluralidad, tan rica como la sociedad misma, representa el primer contacto que tiene el niño con algo tan esencial como la objetividad. Gracias a eso el niño y la niña aprenden que nadie puede alardear de tener la verdad en sus manos y que para elegir entre distintas doctrinas hay que pensar, reflexionar y discutir. Y que hay discusiones más fundamentadas que otras y que una discusión entre científicos suele venir mejor avalada que una discusión entre tertulianos, influencers o predicadores.

Mayor Oreja tiene derecho a educar a sus hijos y sus nietos en el creacionismo. Pero algunos pensamos que debe haber un sistema de instrucción pública que dé a conocer a los niños otros puntos de vista distintos al de sus padres o sus abuelos; y que hay también otros niños y niñas que tienen padres y madres con ideologías, religiones y culturas diferentes a las que defiende su familia.

A este respecto, el problema es de una gravedad incalculable. Sobre todo, si se repara que, muy a menudo, la izquierda comparte con la derecha el mismo malentendido aberrante. No hace mucho que participé en el Grupo de Educación de Sumar para elaborar una especie de protoprograma que pudiera defender la izquierda con amplitud. Fue una verdadera pesadilla intentar hacer comprender que la izquierda no debe de caer en la trampa de defender una escuela de izquierdas. La izquierda debe defender una escuela pública estatal de tod@s y para tod@s. Porque la escuela pública por sí misma es quizás la más bella conquista que las clases trabajadoras han aportado a la historia de la humanidad. ¿Cómo se lograría crear una “escuela de izquierdas”? Pues como lo logran ciertos experimentos izquierdistas que se han sentido muy cómodos con la escuela concertada, para hacer sus experimentos pedagógicos supuestamente muy alternativos, innovadores y vanguardistas. No se quiere ver que si la izquierda puede permitirse ese lujo, también lo puede hacer, de forma masiva como lo hacen en realidad, la derecha, la extrema derecha, el Opus, el evangelismo o los testigos de Jehová o los Kikos. Esos experimentos ideológicos sólo se pueden llevar a cabo en la escuela concertada. Por eso, llevo toda mi vida insistiendo en que el cáncer de la enseñanza es la escuela concertada y que la izquierda debería haber puesto todas sus energías en su supresión, sin renunciar tampoco a una prohibición de la escuela privada (o quizás de su limitación legal, por ejemplo, cargándola a impuestos, hasta que se convirtiera en algo marginal o anecdótico para las élites más ricas y extravagantes).

Y sobre todo: la izquierda debería haber presentado esta batalla contra la escuela concertada precisamente como una batalla contra el adoctrinamiento y el control ideológico, en favor de la libertad de enseñanza y del derecho de los alumnos y las alumnas a la objetividad científica y los valores de la Ilustración, recogidos por la Carta de Naciones Unidas. Es inconcebible que, durante tantas décadas, las izquierdas se hayan dejado colar ese gol de un supuesto adoctrinamiento estatal. Allí donde hay división de poderes, el adoctrinamiento estatal es sencillamente imposible, porque ningún gobierno puede meter sus narices en la libertad de cátedra de unos profesores que ni siquiera son contratados, sino que son propietarios de su función, en virtud de un sistema de oposiciones que los eligió al margen de cualquier control ideológico. Ningún gobierno puede despedir a los profesores que le lleven la contraria, al contrario que ocurre en la escuela y la Universidad privada en la que se te contrata y se te despide en virtud de adscripciones ideológicas privadas y empresariales.

Lo sorprendente es que estas obviedades, que son inasumibles por la derecha, por lo visto, resultan también incomprensibles para la izquierda, donde, además, la voz del profesorado suele ser silenciada y suplantada por la de los expertos en educación, sociólogos de la educación, pedagogos y tecnócratas. Tras nuestra experiencia en el Grupo de Educación de Sumar, el profesor Javier Mestre y yo decidimos publicar una especie de herramienta de urgencia para recuperar el sentido común: Escuela y Libertad. Argumentos para defender la enseñanza frente a políticas educativas y discursos pedagógicos demenciales. Este periódico ha sido uno de los muy contados medios que se dieron por enterados. Pero, en general, nuestra posición ha sido acogida por la izquierda con mucha frialdad o fingida indiferencia, cuando no con franca animadversión. Los padres no quieren soltar a sus hijos o perder su control frente a la autoridad de las matemáticas o de las discusiones científicas. No lo quiere hacer Mayor Oreja, y en realidad, tampoco lo han querido hacer los gobiernos de izquierdas, empezando por las primeras legislaturas socialistas, que ni se atrevieron a tocar la enseñanza concertada, y terminando por los ministros socialistas de educación que se han educado en colegios privados para pijos y están muy orgullosos de poder hacer lo mismo con sus hijos y con sus hijas. Izquierdas y derechas están de acuerdo, así, en seguir llamando “libertad de enseñanza” al derecho de los padres a secuestrar ideológicamente a sus hijos.

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