El falso conde que convirtió la intocable Torre Eiffel en uno de los timos del siglo

A nadie se le ocurre fundir un monumento con nombre propio, aunque mida trescientos metros y esté hecho solo de hierro. Nadie en su sano juicio se presenta en un hotel de lujo con papeles falsos para vender lo más emblemático de una ciudad como si fuera un coche viejo.
Y, desde luego, nadie piensa que eso pueda funcionar. Lo curioso es que funcionó. No una, sino una vez y media. El 31 de marzo, Día Mundial de la Torre Eiffel, se celebra el nacimiento de una de las estructuras más estafada de Europa.
Un conde de pega con mucho morro
Una década después de la Gran Guerra, París arrastraba gastos como quien empuja una maleta sin ruedas. La Torre Eiffel, lejos de ser un orgullo nacional, empezaba a parecer una ruina con forma de antena gigante.
Los costes de mantenimiento eran tan disparatados que empezaron a circular rumores sobre su posible desmontaje. Victor Lustig, que llevaba años viviendo del cuento, olió la oportunidad y se subió a un tren con destino París. Ya tenía todo planeado. Hasta el membrete oficial.

Antes de su aventura parisina, Lustig había probado suerte con billetes falsos, con barajas trucadas y con falsos títulos nobiliarios. Su acento centroeuropeo, su dicción impecable y su cicatriz en la mejilla —que atribuía a un duelo entre aristócratas— le daban un aura convincente que encajaba a la perfección en cualquier recepción burguesa. Para entonces, ya se presentaba como conde. Uno falso, claro. Como todo lo demás.
Su plan fue tan sencillo como absurdo: presentarse como alto funcionario del gobierno francés y ofrecer la Torre Eiffel a seis empresarios del metal. El encuentro tuvo lugar en el Hotel de Crillon, donde fingió representar al Ministerio de Correos y Telégrafos.
Les habló de los costes, de la estética desentonada del monumento y del interés gubernamental en venderlo discretamente como chatarra. Además, les llevó hasta la Torre Eiffel en limusina y les pidió que no dijeran nada a nadie, pues era un asunto muy delicado. “Si está realmente dispuesto a hacer lo que sea necesario, quizá usted y yo podamos llegar a un acuerdo... personal”, le soltó al único que mordió el anzuelo, el empresario André Poisson, según recogió el Chicago Tribune en 1925.
El primer timo salió redondo. ¿Por qué no repetirlo?
Poisson, que Lustig ya había detectado que era el más crédulo de todos, no dudó. Pagó una mordida de 70.000 francos convencido de que eso aseguraría el contrato. Lustig, satisfecho, recogió el dinero y desapareció.
Sabía que el engañado, por muy estafado que se sintiera, no lo denunciaría: confesar un soborno le arruinaría la reputación. Pero el tipo no solo se salió con la suya. Como le había salido bien a la primera, volvió a intentarlo.

Un año más tarde, volvió a convocar a otro grupo distinto de chatarreros, repitió la historia y volvió a alquilar el salón del Crillon. Esta vez, sin embargo, alguien había hablado más de la cuenta. La policía ya estaba al tanto y preparó una trampa.
El día del encuentro, un aviso a tiempo permitió a Lustig huir de París sin dejar rastro. Acabó en Estados Unidos, donde siguió engañando a incautos hasta que el FBI le echó el guante en 1935.
Mientras tanto, la Torre Eiffel se quedó donde estaba. Nunca se desmontó, no se vendió como hierro viejo y acabó convertida en uno de los emblemas turísticos más rentables del planeta. Lo que parecía un lastre económico terminó siendo un filón.
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