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Desdeelsur es un espacio de expresión de opinión sobre y desde Andalucía. Un depósito de ideas para compartir y de reflexiones en las que participar

El arte de perder

Algunas de las aventuras de 'Los Cinco', de Enid Blyton.
19 de febrero de 2025 21:07 h

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Con el mismo culto que rendía mi abuela al gesto de desplazarme por lo bajini un billete dentro de la palma de la mano (Niña, veinte duros para tus cosas), mi tío me regalaba tras cada visita a Sevilla desde que emigrara a Cataluña un libro, una aventura que no permitía que nadie más me diera en su nombre. Y me hacía entrega del trofeo sujetándolo con las dos manos y con los pies muy juntos en una reverencia triste y contenida, como temiendo desprenderse de la historia porque una nueva cuenta atrás comenzaba entonces, en el acto de entrega del libro, de nuevo un apurar el tiempo hasta que iniciara el próximo viaje y la próxima vuelta con otra aventura regalada con sus dos manos y las canillas cada vez más consumidas de tanto doblar el lomo. Recuerdo la estampa con ese crujido que tiene la pena.

Mi cuerpo es mi infancia porque de niña el mundo se explora a través de sensaciones y las sensaciones se cobijan en el cuerpo. La memoria del cuerpo. Somos lo que comimos, olimos, tocamos, vimos y leímos de niños. No hay patria con bandera más poderosa.

En mi casa apenas se leía. Él tampoco lo hacía. Jamás que recuerde lo vi con un libro, siempre trabajando a destajo, siempre encarando la vida con humor. Regalar libros cuando se lee es fácil. Ver la necesidad de otros mundos en los ojos de una niña y ofrecerle una rendija, no tanto. Para que un día te pires lejos de aquí, canija, parecía decirme. Luego se sucedieron, por supuesto, muchos cumpleaños, navidades, visitas clandestinas al bar donde trabaja dejándome caer con mis hijos con la excusa de pasar por allí para que nunca pareciera un encuentro programado.

Estallaron las trifulcas familiares, esas que hacen que inevitablemente defiendas la batalla en uno de los bandos de la contienda, bando que muchas veces las segundas generaciones ni eligen ni eximen. Las familias baten en duelo sus agravios. El duelo como batalla que traza una línea profunda que separa los buenos de los malos donde las luces y las sombras se confunden dejando todo recuerdo en un inabarcable difuminado. Pero también en la muerte y en la ausencia de un ser querido. El duelo como agujero.

Hay atardeceres dolorosos en los que una se da cuenta de que ha perdido irremediablemente parte de la infancia. De que el arte de perder, como el poema de Elizabeth Bishop, es una habilidad que se ejercita día a día y en cada gesto

En esto del vivir una aprende que no hay verdades únicas ni duelos finales. Que el dolor es indómito y no se somete a normas ajenas y, sobre todo, que siempre existe, que siempre es real para el que lo padece y en ocasiones, el dolor se vierte en forma de ira contra los demás.

Nunca sabemos qué nos está pasando en la vida. Lo entendemos luego, con el relato y la memoria, cuando la costumbre de vivir se tambalea. No hay un antes, antes no existe, porque el antes se desmiga al pretender trocearlo, porque los vivos somos una cordillera de primeras veces y los muertos son, para los vivos, una constante cacería de últimas veces compartidas.

Hay atardeceres dolorosos en los que una se da cuenta de que ha perdido irremediablemente parte de la infancia. De que el arte de perder, como el poema de Elizabeth Bishop, es una habilidad que se ejercita día a día y en cada gesto, por más nimio que nos parezca y por más que nos resistamos. Que perdemos cartas, libros, llaves, ciudades, sueños. Todo el tiempo, ese que también perdemos de continuo. Que perdemos recuerdos. Que perdemos el sentío y la cabeza. Y los estribos. Que perdemos el culo por quien no debemos. Que también perdemos la vergüenza. Las ilusiones a veces. Las ganas a veces. Perdí la pluma de mi padre y la alianza de mi primer matrimonio. Perdí también parte de un pecho.

Y sin embargo, de todas las pérdidas, la que más salvaje me resulta es este perder definitivamente lo que fuimos perdiendo poco a poco sin voluntad ni presagio. Esas pérdidas herederas de la inacción, del apoltronamiento y la abulia del vivir. Ese dejarse llevar por el vértigo del día a día, por la urgencia de la bestia: no llamar, no quedar, no preguntar, no ver, no decir. No. Y en ese perder lo perdido, me digo, aflora la conciencia de que en el recuento del activo y el pasivo pesan más unos pocos años de silencio que varias décadas compartidas.

Los balances no se imponen. En los míos, y ya que hablamos del arte de perder, prefiero perder la cuenta de las ofensas y dejar que la báscula se incline a favor de las bondades

Hace una semana murió mi tío. Llevábamos años sin hablar por esos agujeros que acaban haciendo de una familia un colador. En el balance del alma, me muerde un haber: aquellos libros que me traía tras cada visita y que fueron los libros más bellos, aquellos que me contagiaron el virus del ansia por la palabra y el viaje durante años. Y un debe: creo que nunca lo supo, que nunca –en este estúpido dogma juvenil de que la vida dura mucho, lo suficiente, eternamente– se lo dije.

Igual que hay una vida pública, una privada y una secreta, igual que la vida, hay una muerte. Me hubiera acercado a la tuya, de habérmelo permitido cualquier bandera blanca, cualquier harapo que hiciera las veces de tregua, para darte las gracias. Pero no pude. No me abrieron las puertas. Así que he tocado uno por uno los ejemplares de Los Cinco que me fuiste regalando a lo largo de los años –aún mantienen el precio y el lugar en el que me los compraste–, esos que luego leyeron mis hijos, esos libros que me sirvieron de espejo en la niña, adolescente y adulta en la que me iba convirtiendo, esos libros en los que cuando te asomas, siempre ves el brillo de unos ojos que no recuerdas, pero que fueron tuyos y que, como otras tantas cosas, fuiste perdiendo.

Recuerdo ahora sus Qué haces, canija durante cuarenta años y permanezco inmóvil. Triste. Me digo que esta conciencia de tránsito debiera hacernos personas algo más indulgentes. Pero los balances no se imponen. En los míos, y ya que hablamos del arte de perder, prefiero perder la cuenta de las ofensas y dejar que la báscula se incline a favor de las bondades. Por fortuna, al menos en mi caso y comulgando con la lógica de Blas de Otero, nos queda la palabra incluso después de haber perdido todo lo demás. Prefiero la pena al olvido. La palabra a la pena. Prefiero este perder de origen latino (per, por completo; dare, dar) que nos sugiere que cuando perdemos algo en realidad lo damos del todo. Nos damos del todo.

Desde hace una semana, una única plegaria: que la pérdida –no la vida, no la tierra, no la muerte, no las cuentas– nos sea leve.

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