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Palabras exabruptos

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Hay palabras que sólo expresan pensamientos. El caso más claro lo constituyen las terminologías científicas. Morfema o Sparisoma cretense, por ejemplo, son voces que sólo sirven para comunicar ideas, sin connotaciones personales añadidas. Pertenecen a la función representativa del lenguaje en exclusiva. Por eso no sirven para calificar. ¿Qué sentido tendría que llamáramos a alguien Morfema o Sparisoma cretense? Otras sólo expresan sentimientos. Es el caso de las interjecciones, sean propias o impropias, reducidas exclusivamente a la función expresiva del lenguaje. Y otras, por último, pueden expresar tanto pensamientos como sentimientos (más frecuentemente negativos que positivos) dependiendo de los contextos.

Así, la archiconocida voz española “cabrón”, por ejemplo, que puede y suele emplearse como palabra puramente informativa, tanto en su sentido recto de macho de la cabra como en su sentido figurado de hombre que padece la infidelidad de su mujer, y como palabra insulto, en su sentido habitual de persona que hace malas pasadas o que resulta molesto, aunque ese insulto sea en ocasiones irónico: “¿Qué pasa, cabroncillo?” (la semántica del diminutivo suaviza mucho el rigor de las palabras) espeta cariñosamente un coleguilla canario a otro, como prueba de la confianza que los une. Obviamente, las implicaciones de estos tipos de palabras son enormes, como podemos comprobar todos los días de Dios en la realidad concreta del hablar. Las palabras que expresan ideas son palabras de diálogo y entendimiento; las que expresan sentimientos, de amor o discordia. Pongamos un ejemplo concreto de estas últimas. En una parada de guaguas de Santa Cruz, una señora peninsular que consciente o inconscientemente se saltó el debido turno para acceder al coche es increpada por un isleño de malas pulgas de la siguiente manera: “Goda tenía que ser”, a lo que, gracias a Dios, la interpelada no respondió ni media palabra. ¿Qué se pretende con esta forma de expresarse?: ¿conocer la razón del comportamiento de la persona increpada, que no interlocutor, porque el hablante ni siquiera se dirigía a ella?; ¿informarle de que lo habitual en Canarias es guardar turno para subir a la guagua o hacer uso de otros servicios públicos o privados?; ¿inducirla a guardar cola?; ¿conocer la razón de su comportamiento? No, sino, simplemente, insultar; es decir, echar fuera la mala bilis que provoca su forma de actuar.

Las palabras desahogo impiden toda posibilidad de razonar y conocer, porque son meros prejuicios, “opiniones previas y tenaces, por lo general desfavorables, acerca de algo que se conoce mal”, como quiere la Real Academia Española. Cuando llamamos “godo”, “gabacho”, “cabeza cuadrada”, “guiri”, “choni”, “canarión” o cosas por el estilo a alguien, no pretendemos dar a conocer a la persona aludida: su condición de ser humano de carne y hueso; que tiene padres, hijos, amigos, etc.; que trabaja en un lugar determinado; que procede de tal o cual pueblo; que profesa tales o cuales creencias, etc. Lo que se pretende realmente con ellas es emitir un juicio más o menos sumarísimo sobre el aludido; un juicio generalmente lleno de rencor u odio o, por lo menos, lleno de desdén o soberbia. Sacar la podredumbre que todo ser humano lleva dentro.

Por eso son tan malas las palabras exabruptos y hay que utilizarlas lo menos posible. Son inevitables, sí, porque las personas no somos máquinas, sino que tenemos una parte sentimental o emocional, que recorre imperceptiblemente la escala que va desde el amor al odio, y que, con mucha frecuencia, se apodera soberanamente de nosotros. Es lo que explica la existencia de expresiones tan terribles, pero enormemente útiles. Porque en ocasiones no queda otro remedio que utilizar la retórica del insulto ante la sinrazón y la cerrazón contumaces e irreductibles de algunos; sobre todo, de los que ejercen el poder, como tuvo que hacer don Miguel de Unamuno con los generales Primo de Rivera y Martínez Anido y el rey Alfonso XIII, en su excelente diario de confinamiento y destierro De Fuerteventura a París, donde se despacha a gusto ante la brutalidad de los tiranos, que lo desposeyeron arbitrariamente de sus cargos académicos en la Universidad de Salamanca y lo separaron de su familia, confinándolo en las lejanas tierras de Fuerteventura. Pero la obligación de toda persona decente es utilizarlas lo menos posible. Porque son palabras de guerra, no palabras de paz.

No quiero ni pensar qué hubiera pasado si la señora de nuestro relato hubiera respondido con agresividad de aguililla al canario impaciente que la increpó con cajas destempladas. Con toda seguridad, se hubiera armado la de Dios es Cristo, que es como suele acabar el uso de las palabras sentimentales que rezuman ponzoña.

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