La socióloga que se infiltró como niñera de los ultrarricos: “Los millonarios se sienten totalmente impunes”

José migró desde Latinoamérica a Francia para labrarse un futuro mejor. Empezó encadenando trabajos precarios, pero ahora vive en un enorme castillo francés. ¿Su trabajo? Guarda de rosales. Se dedica a regar y podar las plantas, pero también debe sentarse con ellas, explicarles historias y ponerles música. Esas son las exigencias de Charles, un nuevo rico que ha comprado el palacio y cuenta con decenas de sirvientes como José.
Soraya, que es francotunecina, trabaja para una familia estadounidense en Mónaco. Es una “sirvienta para todo” y ha tenido que satisfacer todo tipo de excentricidades: asegurarse de que cada noche, cuando su señora vaya a dormir, haya fuegos artificiales que pueda ver desde su cama o limpiarle la boca y las manos a su señor después de cada plato con una toalla empapada de lejía para bebés.
Ambos son criados en casas de superricos, donde viven y se desviven para que sus señores no tengan que preocuparse de absolutamente nada. Parece -y es- un trabajo extenuante, pero está compensado con salarios de varios miles de euros al mes. Además de regalos de lujo, visitas con médicos de referencia, viajes pagados a sus países de origen o plaza garantizada para sus hijos en escuelas privadas.
Teniendo en cuenta los numerosos casos de explotación que sufren las Kellys y otros colectivos de servicio doméstico y limpieza, parece que los casos de Soraya y José son aislados, pero son la norma. Al menos entre los superricos. Así lo demuestra la socióloga Alizée Delpierre, que ha hablado con más de 300 criados y patrones -conformados, en su mayoría, por milmillonarios- para la investigación que plasma en el libro ‘Servir a los ricos’ (Península, 2025).
La mayoría de las historias que cuenta Delpierre no salen de entrevistas, sino de las situaciones que ella misma pudo experimentar y atestiguar mientras trabajó como niñera y ayudante de cocina para tres familias de superricos.
Su primera experiencia fue cuidando a los hijos de Catherine en un piso parisino en el que convivió con otras cinco sirvientas. Además, acompañó durante dos meses a la familia a la residencia de verano que tienen en China, con lo que pudo llegar a conocer bien tanto a sus empleadores y compañeras de trabajo, como las relaciones que se establecen entre ellos a base de compartir intimidad.
La explotación dorada
Tras años de investigación, Delpierre ha podido constatar como, casi sin excepción, estos criados trabajan, casi literalmente, de sol a sol, sin apenas días de descanso ni vacaciones, pero cobrando miles de euros al mes. Lo normal para una criada en París es de entre 2.500 y 3.500 mensuales, pero Delpierre documenta no pocos casos que llegan a los 6.000 o a los 8.000. Ha bautizado esta situación como “explotación dorada”.
El dinero es una compensación por un empleo. Pero un regalo es visto como una muestra de afecto. Y los ricos saben que con ellos pueden poner a trabajar más a sus empleados
“Están muy lejos de los escándalos de empleados domésticos esclavizados, mal alimentados, mal alojados y sin papeles. Pero, a pesar de que cobran muy buenos sueldos, tampoco viven en el paraíso. Hay unas formas de dominación muy curiosas que no se basan en la exigencia o el maltrato, sino en la misma voluntad de los trabajadores”, apunta Delpierre.
Se refiere a que “trabajan de forma ilimitada” para “compensar” los regalos y ventajas con las que viven, asistiendo a todas las reclamaciones y caprichos de sus señores. “Los vínculos no se asemejan en nada a una relación laboral. Es muy perverso: el dinero es una compensación por un empleo. Pero un regalo es visto como una muestra de afecto. Y los ricos saben que con ellos pueden poner a trabajar más a sus empleados”, resalta Delpierre.
Así sucede en casa de Siham, una mujer argelina de sesenta años que “se desvive” por su patrona y por satisfacer todo lo que le exige. Por ejemplo, pide tener cada domingo huevos con panceta para desayunar, listos y acabados de hacer para cuando se siente. Pero su señora siempre se despierta a una hora diferente y sin preaviso. Pues Siham se levanta a las cinco de la mañana y se instala en el baño situado justo debajo del dormitorio. Y, cuando oye crujir las maderas, corre a la cocina.
No cuenta esa experiencia con rencor ni con desidia, sino que se muestra orgullosa de su ingenio y dedicación. Los empleados entrevistados por Delpierre están muy lejos de los relatos de ficción como Parásitos o La ceremonia -ambas películas que acaban con el servicio vengándose de sus amos-. De hecho, es todo lo contrario: “Muchos criados se creen en deuda con sus señores”, asegura la socióloga.
Ese sentimiento viene del ascenso social que les supone trabajar y vivir en casas de superricos. “Muchos de ellos son de origen migrante y la alternativa era tener empleos mucho peor pagados, no tener para comer y estar expuesto a la deportación. Así que sí, se creen en deuda”.
Es el caso de Marius, un hombre rumano que antes de llegar a Francia emigró a España, donde trabajaba en la construcción de hoteles de lujo en la costa por el día y, por la noche, dormía debajo de un puente. Hasta que conoció al gerente de los hoteles que edificaba y, a base de charlar, le propuso ser su mayordomo. Hoy, vive a caballo entre mansiones en París, Nueva York y las Seychelles, donde coordina a todo el equipo de sirvientes de su señor a cambio de un sueldo de 8.000 euros mensuales.
“Muchos criados aseguran que tienen una ‘misión’ en sus empleos y demuestran orgullo simbólico a la hora de servir a los ricos”
Marius se sabe afortunado. Pero no solo eso: también se considera necesario. La “necesidad” es otra de las claves para entender cómo se erige el vínculo entre servicio y señor. Mientras los ricos consideran indispensable tener criados que les liberen de cualquier acción mundana, los trabajadores creen que contribuyen al éxito de sus empleadores. “Muchos aseguran que tienen una ‘misión’ en sus empleos y demuestran orgullo simbólico a la hora de servir a los ricos”, apunta Delpierre.
La impunidad de los superricos
La investigación de esta socióloga la llevó a aceptar tres trabajos distintos y también a inscribirse en una escuela de mayordomos de lujo, donde aprendió a codearse con las grandes fortunas y la aristocracia francesa. “Moverse con gracia, no tomar la palabra cuando no es solicitada, vestirse con colores oscuros, mantener las manos cruzadas por delante y no por detrás, poner la mesa de cierta forma… Hay una voluntad de convertirles en algo a medio camino entre lo burgués y lo sumiso”.
Porque si algo les gusta a los ricos es la discreción. Entonces ¿cómo pudo Delpierre publicar todas estas intimidades sobre los milmillonarios, explicar cómo funcionan sus casas y exponer sus excentricidades? En todos y cada uno de los casos pidió permiso y en la mayoría recibió respuestas positivas por dos motivos. El primero es que son “gente culta, contenta de contribuir a las ciencias”, asegura Delpierre.
El segundo es la impunidad. “No creen que estén haciendo nada malo ni que sus comportamientos sean despóticos porque es básicamente lo que hace todo el mundo que conoce”, apunta la autora. Tampoco consideran cuestionable exigir que las pinzas de tender sean todas del mismo color, enfurecerse si los cubiertos no están a una distancia milimétricamente medida o llegar despedir a alguien si no “agradece el honor de que le dirija la palabra” cada vez que le habla.
Los millonarios se sienten totalmente impunes a la hora de cumplir con la ley. Sus casas se rigen por un derecho informal, al margen de las leyes
Y tampoco creen que sea motivo de vergüenza explicar que están cometiendo ilegalidades al tener a su servicio trabajando sin contrato, sin derecho al descanso y muchas más horas de las permitidas. “Los millonarios se sienten totalmente impunes a la hora de cumplir con la ley”, asevera Delpierre.
“Sus casas se rigen por un derecho informal, al margen de las leyes”. Se regula, por ejemplo, el salario, las categorías y tipos de empleo, la jerarquía o la división de tareas, pero sin atender a la normativa laboral, sino preguntándose entre ricos y mirando al vecino. “De esta manera, se han normalizado excentricidades y se han asentado prejuicios como que las marfileñas son excelentes niñeras y que hay que pagarles menos que a las filipinas, que son mejores en la organización del hogar”.
Los criados son conscientes de estas normas y juegan con ellas para intentar encajar en un mundo al que saben que no pertenecen. Hay comunidades extensísimas de trabajadores de servicio que se lo cuentan todo sobre sus señores y preguntan qué le gusta o qué detesta algún vecino que busca un empleado, para que quien solicite el puesto pueda bordar la entrevista. Son artistas del engaño y saben qué responder, cómo vestir y qué se espera de ellos en función de su edad, origen y color de piel.
Saben qué buscan los ricos y cómo permanecer a su lado. Y esta última parte es tremendamente importante, porque, según describe el libro de Delpierre, no pocos casos han acabado en despido fulminante cuando algún criado no ha sabido complacer a un deseo nuevo e inesperado o después de un traslado o, incluso, de una bancarrota. Y finalizar una relación laboral que, a ojos de Hacienda, nunca ha existido supone no tener paro, perder la casa y un sueldo de miles de euros, todo a la vez.
Es ahí donde, en muchos casos, salen a relucir los bolsos Chanel, los zapatos Louboutin o los Rolex. “Casi nunca usan los regalos que les dan, porque no pueden salir y, durante sus turnos no pueden maquillarse ni vestir de ciertas maneras”, expresa Delpierre. Así que todos esos presentes se quedan en sus habitaciones que, en ocasiones, se convierten en “expositores y museos de objetos de tremendo valor”. Y solo los usan cuando tienen que venderlos.
Es que se cogen cariño mutuamente. Es una confianza desigual, pero existe
Aunque es verdad que, en la mayoría de los casos, si no hay imprevistos, las relaciones entre señor y criado son muy duraderas y, a menudo, solo las interrumpe la muerte de alguno de los dos. “Es que se cogen cariño mutuamente”, asegura Delpierre. Otra cosa sería extraña, ya que pasan gran parte del día juntos y llegan a contarse confidencias que nadie más sabe. “Es una confianza desigual, pero existe”.
Así es en el caso de Oxana y Françoise. La anciana aristócrata “salvó” a esta mujer, que emigró de Rusia huyendo de un matrimonio forzado. Llevan cuarenta años juntas y Oxana todavía sigue sintiendo deuda hacia ella por haberle proporcionado una vida de comodidades y alejarla de la penuria. Por su parte, Françoise le habla y la trata con un cariño evidente. “La quiero como a una hija”, asegura, mientras le acepta una taza de té. Ahora bien, cuando esta se retira, aclara: “La quiero como a mi hija, pero no deja de ser mi sirvienta”.
Ambas aseguran que se quieren y que son como familia pero, por supuesto, Oxana nunca se sienta a la mesa junto a su señora, a pesar de que viven solas. También debe seguir tratándola de usted. Y, cuando la hora le llegue a Françoise, Oxana no verá ni un solo céntimo de la fortuna que ella cree que ha ayudado a amasar. De hecho, su única opción será convertirse ella misma en parte de la herencia para que los hijos de la anciana acaben contratándola. Y rezar para que no le bajen el sueldo.
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