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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Las corbatas

Catálogo de corbatas prêt à porter.

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Si para algo sirvió la reunión de Trump y Zelenski en la Casa Blanca, fue para comprobar que la corbata no ha perdido su función simbólica, y que quienes eran jóvenes allá por los años setenta no andaban muy desencaminados cuando empezaron a demonizarla. Por entonces la llevaba todo aquel que quería parecer respetable. Los labriegos de boina y faja faltriquera, y los que se jugaban la vida en el andamio o en la mina no la llevaban a diario, pero todos se la ponían los domingos y siempre que se presentaba la ocasión. No tener una corbata en el armario era poco menos que declararse un criminal. De hecho, hasta los criminales la llevaban. Fíjense en las películas de presidiarios inglesas de aquellos años, vean cómo vestían dentro de la cárcel Stanley Baker y sus colegas en una cinta llamada, precisamente, El criminal (Joseph Losey, 1960). La corbata era el símbolo de la decencia, la uniformidad y la disciplina, y no llevarla era declararse poco menos que un fuera de la ley. Eso es lo que le recriminó el otro día alguien —un esbirro de la prensa tenía que ser— a Zelenski, «¿Dónde está tu uniforme?». Puede que el sobrio y ajustado atuendo del ucraniano no signifique mucho más que el chaleco rojo de Mazón, pues no deja de ser un vestido paramilitar de fantasía como el otro es una parodia del que lleva el personal de protección civil. Pero, en ese contexto y para esos supuestos pares suyos, era un símbolo fácilmente criticable de rebeldía y la excusa perfecta para escenificar un desencuentro que a los que más parece que afectará es a los ciudadanos de la Comunidad Europea en un sentido, y a la industria armamentista en otro radicalmente opuesto y complementario. Pero quedémonos con la corbata.

Los años setenta fueron pródigos en ilusiones que con el tiempo se revelaron espejismos. Y la mayor, la de la rebelión personal. Había todo tipo de heroicidades baratas al alcance de todos. Irse lo más pronto posible de casa era quizá la tarea prioritaria. Era una huida real, pero también simbólica. Era alejarse de la familia, pero, sobre todo, del mundo caduco de la que esta era estandarte y bastión. Existía la poderosa intuición de que había un mundo mejor en alguna otra parte, o, al menos, en un futuro cercano. Otra hazaña consistía en no llevar corbata, aunque eso no significaba tener que ir necesariamente a gaznate descubierto; bastaba con cambiarla por un elegante jersey de cuello cisne. La corbata la llevaban tanto los banqueros como los camareros, los dependientes como los clientes, el potentado como su chófer. En sí misma, aquella prenda no era un símbolo de sumisión ni tampoco de poder. La corbata, un nudo sobre el cuello, al fin y al cabo, representaba la aceptación de un orden social que colocaba a unos en una posición y a otros en otra, a unos arriba y a otros abajo. Por eso, en la práctica, legitimaba la desigualdad, y eso era lo que un joven airado de la época percibía aun sin poder definirlo con precisión. No llevar corbata y dejarse el pelo largo y las patillas de bandolero a juego con el pantalón acampanado, esa era, quizá, una de las proezas más asequibles. No casarse, otra. O, los más atrevidos, «ajuntarse» afrontando los riesgos de una incómoda clandestinidad cotidiana. Algunos incluso rehusaron ir a la universidad, pudiendo acceder a ella, porque se tragaron lo que decía Iván Illich en La sociedad desescolarizada, a saber, que el sistema educativo es una horma con la que nos aherroja, se nos criba y sella nuestro destino. Y era verdad, lo sellaba, pero ay del que no se avenía a que se lo sellaran. Quien no podía o renunciaba a transitar ese camino, a la larga lo tenía jodido.

Teníamos la guerra perdida en todos los frentes. Llegado el momento, la corbata te la ponías cuando te la exigían en tu primer trabajo, y te casabas en una ermita frente a un cura progre por aquello de no matar de un disgusto a la mamá y también porque en los hoteles todavía pedían el libro de familia en recepción. Fornicar en pecado, además de caro, era bastante embarazoso, y casarse por lo civil ni se contemplaba; no estuvo permitido hasta el 78. Lo que pasó con el pelo largo y la asimilación de la moda hippie por parte del prêt-à-porter ya nos tenía que haber puesto en guardia. Toda provocación se volvía una charada en cuanto conseguían convertirla en una moda aceptada y, sobre todo, rentable. Convertir la ética en estética y esta en mercancía, esa era la endemoniada habilidad del sistema (entonces todo el mundo parecía entender lo que quería decir «sistema»). Y despreciar el atractivo de lo convencional fue nuestro error. El discreto encanto de la burguesía, como tituló el otro, era irresistible, y su alcance, universal. Nos marginábamos voluntariamente, o hacíamos amagos, y por eso pensábamos que aquellos que estaban marginados de veras, minorías y colectivos discriminados, encabezarían la revolución. Menudo error. Nos pasamos de ingenuos o de espabilados, pero también es cierto que en lo relativo a algunos detalles nos vendieron la moto. Lo de «haz el amor, y no la guerra», pongamos por caso, no se lo inventó ningún hippie. Lo puso en práctica con éxito, en el siglo IV a. C, Lisístrata, el personaje femenino de Aristófanes. Parecía tan plausible que si hubiera más mujeres al mando habría menos guerras, que hasta hace poco todo un premio nobel de la paz, Barack Obama, metía alegremente la idea en sus discursos. Y, sin embargo, ahí tenemos ahora mismo, junto a los sospechosos habituales, a Ursula von der Leyen y a Pepa Bueno diciéndole a Putin que se va a cagar encima y a nosotros que les demos dinero para comprar escopetas al tiempo que nos meten en el cuerpo todo el miedo que pueden.

Qué vamos a hacer, sino cantar qué buenos son, que nos llevan de excursión. De golpe y porrazo, la agenda 2030 patas arriba. De ambientalista a belicista, o, cuanto menos, armamentística. O tempora, o mores. El mundo ha cambiado, y hay quien lo ve diferente y quien lo ve más igual, que no es lo mismo que más igualitario. Resulta que a todo el mundo le encantaba el juego, y lo que quería era poder participar, nadie quería quedarse al margen. Así que se empezó a legislar enfáticamente sobre unas libertades civiles de cuya legitimidad y pertinencia nadie puede dudar, pero que, según todas las evidencias, hacen cosquillas al establishment hasta el punto de provocarle la risa. Mientras tanto, se privatizaba con prisa, sin pausa y sin alharacas todo lo colectivo, se restringía la autonomía política de estados e individuos y se dejaba en manos del mercado servicios públicos esenciales. El poder de las corporaciones avanzaba, y el de los ciudadanos disminuía en la misma medida en que aumentaba su libertad de cambiar de canal para ver el mismo programa. Así, hasta dejarnos con una mortal incertidumbre ante un mundo cada vez más desestructurado, la crisis climática y el fantasma de una guerra global. Y nosotros haciendo el gilipollas todas estas décadas, con lo bien que sienta la corbata, con lo bien que le habría sentado a Zelenski allí, bajo la cúpula del Capitolio, en vez de dar el cante vestido de Che Guevara. Total, para acabar claudicando y hacer lo mismo que todos, empezar por quitarse la corbata y acabar bajándose los pantalones.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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