Cinco ideas sobre el rearme
1) El fin de la deuda cero
Europa construyó su prosperidad tras la Guerra Fría sobre una idea de futuro postmaterialista: una sociedad de servicios y bienestar dentro de un orden financiero, comercial y de derechos humanos bajo el paraguas de la ONU. La globalización como plasmación práctica del “fin de la historia” de Fukuyama. Pero todo esto se sostenía sobre tres pilares muy materiales: mercancías chinas baratas (y acceso a su inmenso mercado), gas y petróleo rusos, y la protección militar de Estados Unidos. En solo cinco años, y con la crisis de 2008 como resaca de fondo, estos tres soportes se han ido resquebrajando uno tras otro.
La pandemia nos recordó que pueden existir choques externos incontrolables, capaces de hacer saltar por los aires las cadenas de suministro just-in-time. Y, cuando llega la escasez, cada país prioriza a sus propios ciudadanos. El Estado volvió a ejercer su función básica: garantizar la supervivencia de la sociedad. Se impusieron restricciones impensables y se movilizaron recursos casi infinitos a través de la emisión de moneda y deuda, logrando auténticos milagros económicos: mantener la actividad con los servicios cerrados, desarrollar vacunas en meses, suspender reglas fiscales que hasta entonces parecían inamovibles. Como dijo Keynes hace un siglo: cualquier cosa que podamos imaginar, podemos permitírnosla.
Los fondos NextGeneration, financiados con deuda europea conjunta (los famosos eurobonos), eran exactamente el tipo de propuesta que Varoufakis y Tsipras defendieron en 2015 para resolver la crisis europea, y que Merkel y compañía rechazaron de forma vehemente. Ahora, con el rearme europeo impulsado por la segunda presidencia de Trump, la historia parece repetirse. La necesidad de inversión en defensa ha llevado a una nueva flexibilización de los límites de endeudamiento público, con la propuesta de un nuevo paquete de eurobonos de una magnitud comparable a los NextGeneration. Incluso Alemania, que durante décadas ha liderado la oposición a la deuda europea, está a punto de modificar su propio límite constitucional de déficit (el modelo del infame artículo 135 de la Constitución española, que PP y PSOE pactaron en 2011). Berlín se prepara para aprobar un paquete de gasto masivo que incluye, además del aumento militar, 500.000 millones en infraestructuras y 100.000 para la transición climática. Impulsado, y eso no es poca cosa, por un canciller conservador y exbanquero de inversión. Estamos, como mínimo, ante una nueva era política y económica.
2) ¿Qué es la defensa?
Pero, ¿es realmente necesario este gasto? Es un debate legítimo. Yo mismo no creía posible la invasión rusa de Ucrania en 2022. Pensaba que era un relato alarmista y belicista de la CIA y los grandes medios, y que los países del Este de Europa exageraban por su historia. Pero me equivocaba. La guerra ha demostrado que los incentivos de mercado y las sanciones no pueden frenar a un liderazgo autoritario decidido a actuar, y que una economía de guerra como la rusa es mucho más resistente de lo que se pensaba.
Calculamos mal los riesgos, y quienes advertían sobre la fragilidad del sistema de seguridad europeo tenían razón. Debemos estar preparados para volver a equivocarnos: decir ahora que una invasión rusa de la Unión Europea es poco probable es tan cierto como que sigue siendo un riesgo a considerar. Estados Unidos puede tener motivos internos y económicos para desentenderse de la defensa europea, pero eso no cambia el hecho de que la seguridad del continente, y con ella buena parte de su bienestar, ha dependido durante décadas del gasto militar estadounidense y de la presencia de sus bases. Puede que sea una situación coyuntural, pero parece razonable plantear que la arquitectura de seguridad europea –tanto en ámbitos tradicionales como el militar, como en otros más recientes como la ciberseguridad– no dependa de la decisión de un puñado de electores de Wisconsin cada cuatro años.
La actual fase de geopolitización y competencia entre grandes potencias nos obliga a recordar verdades incómodas en materia regulatoria: las empresas tecnológicas estadounidenses están obligadas por ley a colaborar con su gobierno en temas de datos e información sensible. El comportamiento de Musk, Zuckerberg y compañía demuestra hasta qué punto son instrumentos de la política de su país, y viceversa. Ocurre lo mismo con las empresas chinas en sectores como el 5G o el control de redes eléctricas.
En este escenario, la defensa ya no puede entenderse solo como la compra de armamento convencional, sino como la capacidad de un Estado o una región para garantizar su autonomía tecnológica y proteger infraestructuras críticas. De hecho, la Unión Europea, en el informe Draghi, su documento estratégico más importante, destaca la relevancia de ámbitos como la inteligencia artificial, la ciberseguridad, los satélites, las redes eléctricas, las telecomunicaciones y el transporte como ejes clave de una estrategia industrial y de defensa europea. El informe, además, plantea la necesidad de unos 800.000 millones de euros de inversión anual (es decir, unos NextGeneration cada año) para tratar de corregir el retraso tecnológico e industrial del continente.
3) La guerra multidominio
Ya hemos visto que la defensa es un concepto mucho más amplio en materia económica que la simple guerra. Pero, ¿hacia dónde está evolucionando la guerra en sí misma? ¿La respuesta a este nuevo paradigma es un rearme convencional masivo? Todo apunta a que no.
El modelo clásico que imaginamos, donde fábricas como las de Volkswagen se ponen a producir tanques para Rheinmetall, es en gran parte un anacronismo. La hegemonía estadounidense tras la caída de la URSS, junto con las guerras del Golfo o la invasión de Afganistán, enseñaron a potencias como Rusia, China o Irán que enfrentarse directamente con un ejército superior en tecnología y poder aeronaval es un suicidio. Por ello, desarrollaron estrategias de negación A2/AD (anti-access/area denial), diseñadas para dificultar los ataques aéreos y obligar al enemigo a avanzar a ciegas, con grandes pérdidas humanas y materiales. Basadas en misiles de largo alcance, sistemas antiaéreos avanzados, satélites de vigilancia y drones, estas estrategias fundamentalmente defensivas han convertido la guerra moderna en una lucha de desgaste, más que de movimientos; y además resultan soluciones mucho más baratas que los portaviones y F-22 del ejército norteamericano.
Esto es exactamente lo que hemos visto en Ucrania: tras el fracaso inicial de la invasión rusa y el apoyo tecnológico occidental a Kiev, el frente se ha estabilizado en una guerra costosa y prolongada durante años. Los avances territoriales se miden en pocos kilómetros y la lucha se centra en ataques constantes de misiles y drones para destruir infraestructuras críticas –redes eléctricas, telecomunicaciones, carreteras, líneas ferroviarias, presas– y dejar al adversario sin capacidad operativa. Sin apoyo aéreo ni telecomunicaciones por satélite, la guerra terrestre no es muy diferente de la Primera Guerra Mundial: trincheras, posiciones fijas y ofensivas con un coste humano altísimo por cada pequeño avance.
Este cambio explica por qué Estados Unidos, en su Tercera Estrategia de Compensación, acuñó el concepto de guerra multidominio, donde los conflictos ya no se deciden solo en tierra, mar y aire, sino también en el espacio exterior, el ciberespacio y la guerra electrónica. Para ello, apuestan por fuerzas más pequeñas, descentralizadas y tecnológicamente avanzadas, reduciendo la necesidad de grandes operaciones convencionales; a esto lo llaman operaciones en mosaico. Los conflictos en Ucrania y el enfrentamiento entre Israel e Irán son ejemplos claros de este nuevo modelo: una guerra de intercepción entre misiles y drones, donde la batalla no se libra tanto sobre el terreno como en el aire y el espacio; la clave es la diferencia de costes entre ataque y defensa para obligar al adversario a negociar.
Para entender mejor este enfoque, recomiendo leer Guerra multidominio y mosaico de Guillermo Pulido (Catarata, 2021).
4) Campeones continentales o keynesianismo distópico
El informe Draghi propone crear grandes empresas campeonas europeas capaces de competir a escala global, tomando como referencia el éxito de Airbus en aviación. Sin embargo, aunque reconoce la importancia del modelo social europeo, no plantea mecanismos de cogestión, participación accionarial pública ni integración de las pymes y la economía social en la política industrial. El enfoque prioriza la competitividad global y la innovación tecnológica por encima de la adaptación a las estructuras sociales europeas. Además, no todos los sectores tienen la misma complejidad ni las mismas barreras de entrada que la aviación o la energía nuclear.
El problema de crear conglomerados tan grandes es que pueden replicar dinámicas como las de Estados Unidos, donde un modelo inicialmente basado en la innovación y la competencia ha derivado en una concentración extrema del sector tecnológico. Es cierto que muchos avances civiles –Internet, GPS, microondas– nacieron de la investigación militar pública, pero con el tiempo Silicon Valley se ha convertido en un oligopolio con acceso privilegiado a contratos públicos y una relación problemática con el poder político. El riesgo es evidente: la defensa y la soberanía tecnológica europeas podrían acabar dependiendo de un puñado de corporaciones incontrolables.
Un contramodelo interesante por su actualidad es el chino. Su modelo de innovación opera con una intervención directa del Estado, que no se limita a regular el mercado, sino que fija objetivos económicos y tecnológicos claros. La inversión pública se dirige a infraestructuras industriales, tecnología e investigación, mientras que las administraciones regionales y locales tienen autonomía para captar inversiones y financiar proyectos según sus necesidades. Esto genera un ecosistema altamente competitivo donde múltiples actores experimentan y desarrollan soluciones en paralelo. El éxito reciente de DeepSeek en inteligencia artificial es un ejemplo perfecto de esta innovación distribuida.
A diferencia del modelo occidental, el gobierno chino no selecciona previamente unos pocos “campeones nacionales”, sino que deja que la competencia extrema elija a los ganadores. El Estado establece las áreas prioritarias, pero es el mercado quien determina qué proyectos sobreviven. No hay proteccionismo absoluto ni garantías de supervivencia para las empresas participantes: la competencia es feroz, los márgenes de beneficio son mínimos y la mayoría de empresas acaban fracasando. Solo unas pocas logran consolidarse como líderes industriales.
Este sistema ha permitido a China liderar sectores estratégicos como paneles solares, baterías o vehículos eléctricos, pero tiene un coste social muy alto. La presión por rendir al máximo se traduce en jornadas laborales extenuantes, salarios bajos y escasa protección para los trabajadores. La precariedad forma parte del propio sistema: la rentabilidad de muchas empresas se basa en márgenes muy estrechos y en la reducción de costes al mínimo. Es difícil imaginar que la población europea adopte voluntariamente un modelo de vida así.
Europa ya ha experimentado con modelos híbridos similares, como la compra de vacunas durante la pandemia, donde varios proyectos competían bajo un mismo paraguas de incentivos públicos. Sin embargo, a diferencia de China, la mayoría de los estados europeos carecen de estructuras técnicas lo suficientemente sólidas para gestionar programas industriales de alta complejidad de forma sostenida.
Esto se debe a varios factores: una estructura institucional débil para liderar la I+D, falta de personal técnico con poder de decisión dentro de la administración y la ausencia de una tradición de integración cívico-militar en la política industrial. En lugar de contar con organismos públicos que coordinen directamente la innovación estratégica, muchos estados europeos han externalizado estas funciones a consultoras privadas o han delegado la responsabilidad en un reducido número de actores corporativos, lo que limita enormemente su capacidad de actuación.
5) Defensa planetaria de código abierto
Desde los acuerdos de posguerra hasta las narrativas propias de la ciencia ficción, la percepción de una amenaza común ha impulsado la cooperación entre estados. Hoy, la defensa no se limita al armamento convencional: incluye inteligencia artificial, telecomunicaciones e infraestructuras tanto físicas como digitales. La novedad es que vivimos en una era donde la cuestión climática ha convertido al planeta entero –la biosfera– en un único sujeto político: o nos salvamos juntos o nos abrasamos juntos. No hay escapatoria, solo podemos elegir cómo nos adaptamos.
Vista así, la crisis climática y la seguridad son dos caras del mismo problema. La lucha por recursos escasos –hoy, minerales y tierras raras– alimenta los conflictos y refuerza la militarización. La única alternativa realista es una estrategia de defensa que integre la transición ecológica como prioridad estructural, haciendo de las renovables y el acceso a la tecnología un pilar fundamental de un problema que es esencialmente planetario.
Si estas tecnologías quedan en manos de monopolios privados o bloques geopolíticos, el mundo seguirá operando bajo una lógica de suma cero. En cambio, fomentar tecnologías de código abierto y libre acceso puede garantizar un ecosistema tecnológico más diverso y reducir dependencias. DeepSeek en inteligencia artificial o BlueSky en redes sociales demuestran que es posible construir alternativas abiertas a los oligopolios tecnológicos.
Para que esto tenga continuidad, necesitamos aplicar una política militar eminentemente defensiva, centrada en la protección de infraestructuras críticas y la disuasión tecnológica, y no en la proyección ofensiva de fuerza hacia el exterior. Un modelo basado en tecnología de doble uso –con aplicaciones tanto civiles como militares– puede convertir la investigación en defensa en un motor de innovación abierta, creando tecnologías compartidas y accesibles que refuercen la soberanía sin alimentar una nueva carrera armamentística. Apostar por este camino o por un paradigma obsoleto de tanques y servicio militar obligatorio marcará, en gran medida, nuestro futuro, en tanto que europeos y también en tanto que humanos.
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