El faro, el último resquicio de Cabo de Palos que resiste a la fiebre del turismo masivo: “Ya no quedan espacios públicos”

La tienda de ‘La Isa’, en la calle Marín de la localidad costera de Cabo de Palos, en Cartagena, es la tienda más antigua del pueblo. Es una mañana nublada y fría de un martes de principios de marzo, y en el puerto -que es, subrayan los vecinos, un puerto artificial-, a unos veinte metros del escaparate, hay una calma monótona de pescadores. Detrás de un mostrador de madera, Yolanda, la nieta de la mujer que abrió la tienda cuando en Cabo de Palos apenas había unas pocas casas, una vida tranquila y a lo lejos un faro de más de cincuenta metros de altura, espera, habituada a la paciencia invernal, a que entre algún cliente.
Hace varias décadas, en este mismo local vivía toda la familia. Era un barrio simple de viviendas precarias de pescadores que ya casi no existen. En las estanterías metálicas, bajo una luz de reflector, se agolpan objetos del día a día. Entre todos sobresale una imagen común, “la que más se vende”, puntualiza Yolanda. Imanes, cuadernos, bolas de cristal con figuritas, marcapáginas y postales a todo color exhiben el faro de Cabo de Palos, dibujado o fotografiado, diseñado laboriosamente a mano, impasible en el horizonte, como una torre de Pisa o un símbolo de la literatura.
Desde ‘La Isa’, la calle Marín sigue siendo una estampa de lo que fue Cabo de Palos hasta finales de los años ochenta y ya no será: hogares y negocios familiares, humildes, con un ligero aroma a agua salada. Un poco más arriba, hacia la carretera general -llamada, claro está, subida al Faro-, el pueblo traza una frontera invisible, y sucumbe, de pronto, a la fiebre del turismo: apartamentos vacacionales, hoteles, urbanizaciones que abarrotan las estribaciones de la sierra; un paseo marítimo lleno de chalets con piscinas y amplias terrazas que fueron la prueba irrefutable del progreso económico hace más de dos décadas; asadores, freidurías, arrocerías. Desde este punto el pueblo ya se ha transformado, pero el faro es todavía un espectro, como lo era en la tienda. Es imposible verlo, con todo tan asolado por la presión inmobiliaria, y, sin embargo, está en todas partes: en el logotipo de unos pisos turísticos, en las marquesinas de los restaurantes, en la cruz verde de una farmacia.

Una paradoja conformada durante años: el faro es la insignia que Cabo de Palos vende al resto del mundo como destino vacacional, de sol brillante y playas de agua turquesa. Pero también es, al mismo tiempo, el único lugar de todo el pueblo que ha permanecido inmune al modelo económico que inunda el Mediterráneo español. “Cabo de Palos ya está perdido. Ya no quedan negocios auténticos, ni espacios públicos. Esta tienda sobrevive con mucha dificultad. El faro es lo único que nos queda verdaderamente nuestro, lo que nos recuerda cómo era todo esto hace muchos años. Y no quiero decirlo muy alto, que nunca se sabe”, dice Yolanda.
Esa precaución de la dueña de ‘La Isa’ al terminar de hablar tiene una razón clara. El faro, que data del año 1865, fue declarado Bien de Interés Cultural (BIC) -después de cuatro décadas incoando expedientes- por el Ministerio de Cultura el pasado 18 de febrero. Pero entre las páginas del Real Decreto que lo hizo oficial, el 118/2025, se encuentra una amenaza, una alerta para los vecinos: la permisividad del “uso hotelero” del monumento.
“Lo que ha sucedido aquí es simple. Las águilas siempre han estado pendientes de qué sitio puede ser bueno para un pelotazo. Pero ya no queda ningún lugar para construir aquí. Se lo han pulido todo, salvo el faro”, dice, desde lo alto de la misma torre, en un balcón circular a ochenta metros por encima del nivel del mar, dominando toda la costa y la aglomeración infinita de casas, Jesús Álvarez, el último farero del pueblo, que se jubiló en marzo de 2024.

No es la primera vez que la sombra de un hotel planea sobre el faro. En 2017 ya hubo una intención directa, un interés compartido entre la Autoridad Portuaria de Cartagena -la entidad que decide y decidirá, en virtud de la Ley de Puertos, el uso que se le otorga al faro, a quién se vende-, el PP, que aprobó una Proposición No de Ley (PNL) en el Congreso que abogaba por privatizarlo, y una empresa -Faros del Levante SL- asesorada por el exdiputado popular Andrés Ayala, que presentó una oferta y un proyecto suculento.
La movilización popular de 2017
En aquel momento, Jesús Álvarez aún vivía en el faro. Llevaba más de 30 años haciéndolo. También había otros tres fareros aparte de él. Ahora ya no queda ninguno. Se han ido jubilando y la Autoridad Portuaria no les ha buscado sustituto. El edificio está vacío, salvo por un técnico -y no farero- que está a punto de marcharse también. “Primero nos amenazaron con echarnos. Luego nos sentaron y nos ofrecieron una indemnización para que nos fuésemos. Pero no cedimos y luchamos por nuestros derechos. Ahora que ya no estamos aquí, tienen vía libre para hacer lo que quieran”, cuenta Álvarez.
Para los vecinos está todo conectado: que los fareros se hayan jubilado sin que nadie venga a reemplazarlos, que la profesión esté al borde de la extinción, es un indicio mucho más obvio de lo que puede parecer a simple vista. “Antes siempre tenía que haber alguien pendiente. Trabajábamos con sistemas de iluminación robustos. Teníamos que asegurarnos cada día de que no fallaba nada. Ahora todo eso ya no existe y está automatizado. El faro se controla desde un ordenador, a distancia”, explica Jesús Álvarez, que mira atento la bombilla de la cúpula, el punto más alto.

Karina de Santiago, que reside en Cabo de Palos desde el año 1970, apunta directamente a esa ansia por el negocio en la costa, y a su conexión casi inadvertida con el fin del oficio. “En 2017, cuando nos enteramos del proyecto del hotel, que se vendía en parte de la prensa regional como una oportunidad de revalorizar el faro, se movilizó en contra todo el pueblo. Conseguimos pararlo, pero no del todo. A la vista está. Han esperado a que se jubilaran todos los fareros para no tener que echar a la calle a ninguno. Van a quedarse con este símbolo del pueblo como sea. Para los empresarios y los políticos es más importante la rentabilidad económica que cualquier otra cosa. Les da igual que sea el último espacio público que nos queda”.
“No es posible que el propio BOE, cuando habla de lo importante que es el faro como monumento, deje la puerta abierta a un uso hotelero”, dice de Santiago, caminando por la playa de Levante. Desde esta playa kilométrica sí que se puede ver la torre. Primero, la punta de cristal sobre los tejados de los chalets de ensueño. Yendo hacia atrás surge el edificio entero, sobre una colina rocosa, y el pueblo parece otro mundo.
“Aquello fue como si un día te levantas en tu casa y te dicen, a la cara: oye, que te tienes que ir, que esto a partir de ahora ya no va a ser tu casa, ni tu lugar de trabajo, sino un hotel. Todo fue muy rápido. Primero, la solicitud y el proyecto que la empresa presentó a la Autoridad Portuaria de Cartagena. A los pocos días, la PNL del PP. Fueron muy poco disimulados. Nos salvó la movilización de todos los vecinos. Pero nadie nos avisó nunca de que el proyecto se había descartado. Simplemente lo dedujimos con el paso del tiempo”, rememora Jesús Álvarez. Dentro de la torre del faro las escaleras son de una piedra muy antigua por la que se filtra la humedad. Álvarez la roza con las manos y mira por los ventanucos circulares como recuperando una sensación emborronada: no entra aquí desde hace casi un año.

“Poner en valor”
De las escaleras del interior del faro al comienzo de la cuesta de subida al peñón. Allí se encuentra Gloria Moya, que lleva callada prácticamente desde aquel mes de agosto de 2017, cuando entre ella y varios vecinos constituyeron la plataforma Salvemos el Faro. Moya fue la portavoz. Recuerda a cientos y cientos de personas trepando por los aledaños del monumento con pancartas y megáfonos. Le produjeron tanto cansancio aquellos días, la abstrajo tanto el trabajo, la organización de las protestas, las reuniones con grupos políticos y representantes de la Autoridad Portuaria, la preocupación de perder el faro en detrimento de ese monstruo turístico que lo ha devorado todo a su paso en el pueblo, que se quedó al margen cuando todo pareció diluirse. Pero ella ahora ha vuelto a coger fuerzas. Habla de aquellos días con una cierta congoja, agudizada por la incertidumbre de que puedan volver a repetirse.
En la rampa que escala hacia el faro aún hay restos visibles de aquella movilización: frases pintadas sobre el asfalto que el paso del tiempo no ha podido borrar. Ahora, tras la publicación del BIC, parece que incluso se aprecian mejor. Lo que parecía una protección definitiva se ha transmutado en una nueva lucha. “Salvemos el faro”; “El faro no se vende”; “Stop privatización”, “No al pelotazo”; “El faro es de todos”; “No desahucien a los fareros”.

Ahora Gloria Moya tiene 77 años. No puede subir caminando al faro. Empieza a faltarle el aire cuando hace un esfuerzo físico prolongado. Conserva, no obstante, un espíritu reivindicativo intacto, una pulsión de pelea contra las injusticias. Hojea las pintadas. Las hicieron entre los vecinos en las noches de aquel verano de 2017. “Llegamos a pensar que estaba todo hecho. Que era un trámite. Yo creo que no se esperaban la reacción que tuvimos. Hay una frase que me saca de quicio. A los empresarios y políticos les gusta mucho, y en el pueblo la han repetido como loros. 'Poner en valor'. ¿Qué se quiere poner en valor exactamente construyendo un hotel aquí?”, pregunta. Pero sabe que nadie le dará respuesta.
El cambio de Cabo de Palos
Cada persona lleva el faro de una forma distinta dentro de sí misma. Gloria Moya lo vio por vez primera a los 10 años. Entonces no vivía en Cabo de Palos, sino en Los Urrutias, una pedanía a orillas del Mar Menor. Desde allí veía extrañada todas las noches una luz muy blanca y muy intensa en la lejanía, como una estrella fugaz. Una vez fue con su madre de excursión a un lugar desconocido. Se quedó embobada conforme iba acercándose al edificio: primero pequeño, gradualmente inmenso, como si tuviera delante una pirámide egipcia.
Karina de Santiago recuerda las noches en su casa familiar del pueblo. La calle tan precaria que no había aún luz eléctrica en las farolas. El haz constante del faro era un antídoto contra las tinieblas. La luna llena, que ascendía lentamente desde el horizonte, se fundía con la torre. Los vecinos compartían cenas en la playa para contemplar el fenómeno. “Vivir aquí era como hacerlo en esa canción que dice: ‘eres el faro de mi vida’”, cuenta, nostálgica.
El farero José Luis Gandolfo, a sus 72 años, guarda la historia más especial de todas. Es la única persona que puede decir que nació en el faro. Su padre llegó a trabajar -y a vivir- en él en el año 1943. Gandolfo nació nueve después. Cabo de Palos no era nada. Rocas y mar, pesca manual, unas pocas casas. Cuando se jubiló, en 2017, poco después del mal trago del episodio del hotel, tuvo que salir del edificio en el que había vivido todos los años de su vida. Dice que ahora las casas del faro se han quedado abandonadas. Que ya no hay en ellas presencias humanas, nadie que perciba cómo la humedad va estropeando las páginas de los libros en una estantería, o la ropa colgada en la oscuridad de un armario.

Gandolfo trasladó su vida a su vivienda actual, una casa sencilla, al principio del pueblo. En el salón, en el despacho, en los pasillos: todo alude al faro. Hay fotografías y lienzos, figuras de barro. El faro, para él, es su verdadero hogar. Recuerda cómo, con el paso de los años, cambió todo Cabo de Palos, y se fue colmando de hoteles y edificios y carreteras y coches. “A los que somos de aquí de toda la vida nos da pena. Y nos hace querer más al pueblo, porque valoramos lo que fue y nunca volverá a ser”, dice.
El faro es lo único que queda de este lugar tan idílico de las fotografías que se esfumó para siempre. Cuando los nietos de Gandolfo vienen a visitarlo en vacaciones, cuenta, lo llaman “el faro del abuelo”. “Yo soy pesimista”, añade, serio. “Los intereses económicos tienen mucha fuerza. Acabará siendo un hotel. Es la tónica de este lugar”. El farero no apunta únicamente al monumento, sino a las casi tres hectáreas de terreno montañoso que lo rodean. Son también propiedad de la Autoridad Portuaria de Cartagena, y en ellas sospecha que podría levantarse un complejo mucho más grande. “Esto solo beneficiará a un particular, a una empresa. A nadie más”, subraya.
La lucha se reanuda tras el BIC
“La declaración de Bien de Interés Cultural no impedirá, en ningún caso, las actividades y los usos que se puedan dar tanto en el bien de interés cultural como en su entorno (…) incluido el uso hotelero”, reza el Real Decreto que concedió el BIC al faro.
Entre todos los papeles y los restos documentales y gráficos de aquel movimiento vecinal de 2017, en la casa de Gloria Moya, desde la que nunca se llega a ver el faro, tapado por edificios y apartamentos que se alquilan en verano por varios miles de euros, ese párrafo restalla en una mesa marcado con un subrayador amarillo. “Es una barbaridad que se recalque lo del uso hotelero cuando ya dice todo lo anterior. Es denigrante que se escriba esto para un edificio tan importante como el faro. Y es un aviso a navegantes, para que alguien se ponga en marcha, haga un proyecto, lo presente y se lo quede todo y se forre”, dice.

Fuentes del Ministerio de Cultura consultadas al respecto por esta redacción afirman que los “cambios de uso” del faro, sobre los que Cultura no tiene competencias, serán posibles “siempre que no pongan en peligro” los “valores históricos, artísticos y técnicos que aconsejan la conservación del bien”. Las mismas fuentes añaden que “el uso hotelero en Dominio Público Marítimo Terrestre”, independiente de la protección cultural, “debe autorizarse en Consejo de Ministros”.
Lo único que garantiza el BIC es que la torre del faro no sufra modificaciones sustanciales. Fuentes de la Autoridad Portuaria de Cartagena señalan que “en los espacios del dominio público portuario se podrán autorizar usos y actividades distintos de los de señalización marítima” y que “la normativa vigente permite la concesión de espacios públicos para uso temporal por parte de empresas privadas”. “A día de hoy”, matizan, “no se contemplan concesiones para su uso hotelero”. Pero no dejan claro si seguirá siendo así en un futuro próximo.
“Es como si estuvieran jugando al billar con el faro. Se frotan las manos, digan lo que digan. La Autoridad Portuaria tiene una voluntad puramente política. La mayor parte de su Consejo de Administración está elegido por políticos. Sus acciones están en consonancia con quien gobierna en la Región. Y lo que quieren es dar el pelotazo. Las leyes favorecen que así sea”, sentencia Moya.
Todos en Cabo de Palos reclaman un uso cultural y público para el monumento: una biblioteca, un centro de interpretación, un museo de señales marítimas, una casa de la cultura, un salón social. “Ha sido siempre el sitio que hemos sentido que es de todos. Entonces, que de repente alguien pueda decir que van a poner un hotel, que no podamos subir en bicicleta, ni pasear, ni subir a ver el atardecer o a mirar las estrellas por las noches, eso no me entra en la cabeza”, lamenta Karina de Santiago.

“La gente del pueblo tiene potencia para defender lo suyo. Malas personas con ganas de quitarte el caramelo siempre va a haber. El faro es un símbolo, es nuestro, y tenemos que luchar por él”, asiente Jesús Álvarez, bajando ya por el rellano de la que antes era su casa y ahora solo es un espacio de silencio. Atraviesa después la portezuela de madera que da de nuevo a la calle, a la proliferación de gotas de agua salada de las olas que rompen contra las rocas de abajo.
Cada uno de los vecinos, cada día, mira hacia el faro, o se acuerda de él si no lo ve o si está lejos, o se imagina o sueña que lo visita. A cada uno su luz y su lejanía le afecta de una manera distinta. Pero el riesgo de que acabe convirtiéndose en un bien mercantil los prepara a todos para volver a movilizarse. Karina de Santiago se desprende la arena de la playa de sus zapatos con un golpe seco en el suelo. “Nos tendrán siempre enfrente”, dice.
Ya es por la tarde. Cabo de Palos está prácticamente en silencio, en este martes de finales de invierno. La tienda de ‘La Isa’ hace rato que ha echado la persiana. La luz del faro comienza a girar sobre sí misma. Atraviesa el pueblo con ráfagas intermitentes. A esta misma hora, en el transcurso de tan solo unas semanas, cuando vengan el buen tiempo y el calor, todo será distinto. Habrá un reguero de coches interminable, de visitantes, de gente que sale a cenar, a tomar una copa en una discoteca, en el paseo iluminado por marquesinas de restaurantes y bares.
Algunos de ellos incluso pasarán la noche en un piso turístico o en uno de esos edificios con haches iluminadas que despuntan sobre el resto de tejados. Quién sabe si pronto podrán pagar para dormir en el mismo faro. “Con lo público es muy fácil hacer dinero. No inviertes casi nada, te aprovechas de algo que ya existe y te quedas todos los beneficios”.
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