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La palabra ‘sorpresa’ contiene entre sus letras una promesa de alegría, algo así como el preludio a una fiesta. Parece como si, con ella, el diccionario remase en favor del optimismo. Sin embargo, no a todo el mundo le gustan las sorpresas. Es más, sabemos perfectamente que también existen sorpresas que encierran noticias funestas. La realidad suele desmentir en ocasiones al deseo obligando a colocar el término en el campo semántico de la tristeza.
Pese a todo, la capacidad de sorprendernos es lo que nos diferencia de una piedra o de un cactus. Lo que, de algún modo, nos mantiene despiertos. Cuando la abandonamos, abandonamos también por el camino las ganas de aprender o mejorar. Las ganas, en definitiva, de ser felices.
A veces me da por pensar que estamos perdiendo nuestra capacidad para la sorpresa. Vemos pasar ante nuestros ojos acontecimientos que solo unos años antes nos habrían parecido increíbles. Y lo hacemos sin pestañear. Sin inmutarnos. Sin sorprendernos. El asunto, como casi todo, no es sencillo, porque en el otro extremo está el peligro aún mayor de refugiarnos en un idealizado pasado. Hay que saber dónde estamos y por qué estamos allí. Hay que conocer el tiempo que se vive y participar en él. Pero eso no es sinónimo –no debe serlo– de tragar con todo. Les dejo a ustedes que pongan los ejemplos. No les faltarán.
Hace unos años nos indignamos. Quizás ver ahora dónde quedó parte de aquello sea un motivo más para la melancolía. No sé si estamos hoy para llegar a tanto. Quizás haya que empezar por un objetivo más modesto. Pero necesario. El de –cuando escuchemos ciertas noticias, cuando veamos cómo funcionan algunas cosas en nuestra calle o en el mundo– lograr, al menos un segundo, que se nos pongan los ojos como platos.
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