He pasado febrero, por motivos, en el Mediterráneo, no lejos de Benidorm, cuyo perfil –o skyline que dicen las personas no familiarizadas con el idioma español– es lo primero que veía al levantarme. A oriente y levante la urbanización se encontraba –y supongo que sigue encontrándose– encajada entre dos descomunales peñas de gran curiosidad geológica cuyos pies, lamidos muy abajo por el agua daban la impresión, desde la terraza, de una maqueta enorme con túneles horadados a diferentes niveles por los que transitaban coches y trenecitos. Pretendo describir la sensación de haber vivido este tiempo en el decorado de una película de ciencia ficción francesa de los años setenta –todas las películas de ciencia ficción, menos Cuando el destino nos alcance, transcurren en amplios ámbitos desérticos o desertados–. El chalet que le dan al protagonista de Rollerball, la playa de El planeta de los simios, los asentamientos de Crónicas marcianas… Yo creo que se me entiende. Cuando destilé esta certeza justamente un coche eléctrico con forma de huevo zumbaba suavemente al lado de las palmeras por debajo de uno de los múltiples controles, barreras y verjas que franquean y tajan las vacías aceras y flamantes asfaltos de mi… colonia. A diario, cuando conducía por la carretera panorámica me daba con una enorme y dorada iglesia ortodoxa. Es aceptado allí como indudable que Putin posee un chalet por la zona, donde en efecto pulula una torva y se supone narcoforradísima población rusa. Me recordaba a cuando vivía en Asturias –cuando vivía yo, no Putin– y todo el mundo había visto a Fernando Alonso en cada establecimiento, así como se había cortado el pelo en la integridad de las peluquerías y había jugado de niño en toda calle del principado. Pues igual en esta zona alicantina con el sanguinario tirano del Este, donde no hay helicóptero que no sea sospechoso de transportarle y cualquier tatuado magiar de protegerle las espaldas. Febrero no es exactamente temporada alta y eso, junto con lo silencioso de las calles y lo deshabitado y azul –mi azul de la infancia no es el del cielo, que recuerdo gris– de las piscinas me proporcionaba una sensación de irrealidad por un lado inquietante y por otro atractiva, como si cualquier cosa pudiera ocurrir: desde que Godzilla asomara detrás del Morro de Toix a que los marcianos desfilaran con escafandras y pistolas láser por debajo de arcos y cúpulas. Tal constructo distópico de serie B, con monstruos extraterrestres, radiactivos o antediluvianos parecía especialmente apropiado para la actualidad también atrezada y payasil de villanos de Batman –de la serie original, la de Adam West– en la que nos encontramos. Es divertido imaginarse o habitar en estados fantásticos, aterradores o ridículos. Sí. Pero todo tiene un límite. Quiero despertarme.