Cómo Ucrania invadió a Rusia

Contaba Hanna Arendt que en los años veinte del siglo XX un representante de la república de Weimar preguntó a Clemenceau, para entonces ya ex primer ministro francés, su opinión sobre qué dirían los historiadores respecto a la culpabilidad en el inicio de la primera guerra mundial. El francés respondió que no lo sabía, pero que estaba convencido de que no dirían que Bélgica invadió Alemania. Aquel parecía un punto de apoyo suficientemente firme e incontrovertido, ya que sería contrario al sentido común que se acabase instalando la idea de que el país invadido, Bélgica, fuese acusado como responsable de la guerra que siguió.
Arendt argumentaba que para negar la verdad obvia de que Alemania había invadido Bélgica la noche del 4 de agosto de 1914 era necesario “nada menos que el monopolio del poder en todo el mundo civilizado”. Aun así, Arendt veía factible que precisamente eso pudiera pasar “si los intereses del poder, nacionales o sociales, tuvieran la última palabra en estos temas”. Es decir, para Arendt no era inconcebible que llegara un momento en el que los historiadores minimizaran o negaran incluso la invasión militar de Alemania sobre Bélgica. Quizás introduciendo suficientes ‘matices’ y ‘complejidades’ que permitieran justificar la entrada de los tanques.
Tanto Arendt como Clemenceau no ignoraban el contexto histórico, social y geopolítico en el que se produjo la agresión alemana. Pero en relación con los hechos, era incuestionable que la invasión militar se había producido en un solo sentido y no en el contrario. Los tanques iban desde Alemania hasta Bélgica, y no al revés. Sin embargo, ¿podían eso que llamamos ‘los matices’ ser armados de forma suficientemente poderosa para que saliera victoriosa una narrativa que culpara al país invadido?
Escribiendo en 2025 esta es una pregunta retórica. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, lleva semanas culpando a Ucrania por la invasión de los tanques rusos sobre terreno ucranio en febrero de 2022. Su argumento no es muy diferente a la que usan los reaccionarios machistas cuando, ante la violación a una mujer, preguntan a la víctima por la ropa que llevaba y por si había hecho previamente insinuaciones que ‘condujeran’ al hecho desgraciado. En ambos casos el foco está puesto en la víctima, que de facto se convierte en responsable de las posibles trayectorias del encuentro.
El gobierno estadounidense, que representa de manera descarnada intereses imperialistas, ha optado por desvincularse de cualquier brújula moral –por cínica que fuera, como la que representaba la administración de Joe Biden–. En su lugar se ha instalado una versión cruda del pensamiento de Carl Schmitt, el filósofo que antepuso el poder y la relación de fuerza a los principios y valores políticos. Lo importante para EEUU es la eficacia en el mantenimiento del orden, de modo que cobra más relevancia el abastecimiento de minerales críticos y unas buenas relaciones políticas con aquellos proveedores de materias primas que tienen respaldo militar, que cualquier consideración política sobre lo que es moralmente correcto o no. Y a ese orden, por cierto, le llaman paz.
En el fondo, el gobierno de Estados Unidos actúa como un bully, es decir, como un abusón. Esto no es sólo una metáfora, sino que opera de manera bastante literal. Sólo hay que ver el encuentro de Trump y Vance con Zelenski en la Casa Blanca para reconocer todos los elementos propios de una humillación pública llevada a cabo por unos agresores engreídos. La comunicación verbal y no verbal expresaba la relación de dominio y maltrato que acompaña a la narrativa según la cual, en última instancia, la guerra fue culpa de la víctima. Exactamente de la misma forma que hace el juez reaccionario que con sus preguntas capciosas se regodea en el sufrimiento de la mujer violada, mostrando una complicidad sin límites con el agresor. Como si en el fondo estuviera diciendo “si llevabas esa falda, yo también hubiera tenido que actuar así”. De manera similar, Trump le está sugiriendo a Zelenski que siendo tan débil es natural que lo hayan invadido. Y, de hecho, eso es exactamente lo que expresa la propuesta de Trump de acogerse a la ayuda envenenada y saqueadora de Trump antes de seguir perdiendo más territorio y vidas. El agresor desaparece de la fotografía.
Trump no tiene el monopolio del poder que Arendt consideraba como requisito para reescribir los hechos históricos en beneficio de sus intereses nacionales y políticos. Pero sí tiene suficiente como para imponer su narrativa en muchos espacios. El apoyo de los magnates, empezando por Elon Musk, le facilita la difusión de esa contranarrativa por todo el mundo a través de las redes sociales. Y como todo discurso, esté basado en hechos o en mentiras, se construye sobre una idea bella, en este caso la de la paz. Trump se ve a sí mismo como artífice y líder de la paz, pues para él esta noción está reducida a la ausencia de conflicto militar. No importa que se cimente sobre relaciones de dominio, abuso, violencia y saqueo de recursos. La paz de Trump se inserta en un mundo schmittiano: donde sólo importa el juego del poder-contrapoder y la correlación de fuerzas en un mundo salvaje que está dividido entre amigos y enemigos. Te han invadido/violado, acéptalo ya, eran más fuertes que tú, estas cosas pasan, era tu culpa, tienes malas cartas.
Desgraciadamente hay una parte de la izquierda que comparte esta visión del mundo y de la política. A veces incluso nublada por la nostalgia y el folklore de la guerra fría, esta izquierda evalúa los hechos a la luz de un paquete de informaciones que parecieran haber sido escogidas por Trump o Putin. La clave es que, como hacen los agresores y los maltratadores, el foco lo ponen siempre sobre la víctima. Apenas parece importar que Rusia sea otra potencia imperialista o que el propio Putin haya negado el derecho a existir del pueblo ucranio –censurando explícitamente, de hecho, el legado de un Lenin que reconoció el derecho de autodeterminación de Ucrania–. Esta izquierda, por el contrario, tiene una inclinación a pensar que fue Ucrania la culpable de la guerra; que la mujer estaba provocando antes de ser violada. Que Ucrania tiene sectores radicales de derechas; que la mujer se acostaba con cualquiera. Del agresor, ni palabra.
A una víctima nunca hay que pedirle que sea pura y perfecta. Es recomendable empezar por algo mucho más sencillo: reconocer que es una víctima y que ningún matiz, por sofisticado que sea, puede cambiar el hecho de que los tanques que invadieron y desataron la guerra eran de Rusia. Al fin y al cabo, siempre habrá gente que considere que había justificación suficiente para la invasión de Alemania sobre Bélgica en 1914, de Alemania sobre Polonia en 1939, de la URSS sobre Checoslovaquia en 1968, de EEUU en Iraq en 2003 o de Israel en Palestina cada pocos años. La propaganda, la mentira y la manipulación hoy toman nuevas formas y canales de distribución, pero siempre existieron. La clave para enfrentarlas comienza en el reconocimiento de los hechos factuales básicos y expulsar de nuestras esferas de influencia a quienes, de una manera u otra, acaban justificando el comportamiento de los agresores y maltratadores.
La brújula moral no es un instrumento de precisión absoluta, pero tampoco puede ser un adorno que se usa cuando conviene y se abandona cuando estorba. En el caso de Ucrania, la confusión interesada, la retórica del poder y la complicidad con la mentira han logrado que algunos acepten la idea de que la víctima debía justificar su existencia para no ser invadida. Pero la verdad factual persiste: los tanques no avanzaron desde Kiev hacia Moscú, sino al revés. Y si no somos capaces de sostener siquiera esa verdad elemental, ¿qué nos queda para enfrentar la próxima guerra, la próxima agresión, la próxima excusa con la que los poderosos vuelvan a disfrazar la violencia de realismo político?
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